Dos años de vivir la pandemia en un encierro total
Crónica de dos mexicanos que cedieron ante las circunstancias del covid y se construyeron una nueva vida casi en reclusión
Después de dos años del registro del primer caso de coronavirus detectado en China y a 22 meses del primer decreto de confinamiento en México, Alejandra Ibarrola sigue encerrada en su casa entre sentimientos negativos y positivos.
“Soy esa persona que se tomó en serio la pandemia”, dice en entrevista telefónica desde Tepotzotlán, un pequeño poblado en las afueras de la Ciudad de México donde esta publirrelacionista de 47 años se recluyó desde principios de 2020 y donde sigue en espera de la llegada de mejores tiempos.
Antes del coronavirus, Ibarrola había construido esa casa como un hogar de fin de semana y paseos de campo pues vivía exitosamente en la capital mexicana a cargo de la dirección de una empresa de relaciones públicas que fundó con sus hermanos.
Tepotzotlán es un pueblo mágico que recibe fondos del gobierno para mantenerse hermoso como un lugar de encanto provinciano y donde todo mundo se conoce a pesar de ser parte del área Metropolitana que rodea la Ciudad de México.
El lugar posee, entre sus atractivos, una joya del estilo de arte churrigueresco mexicano: el Museo Nacional del Virreinato, construido en 1580 como el Colegio Jesuita de San Francisco Javier.
Ahí destaca por su riqueza arquitectónica el altar principal de la capilla, la iglesia de San Francisco Javier y la iglesia de San Pedro Apóstol de estilo neoclásico además de la importante colección museográfica al interior y un acueducto con cuarenta y tres arcos y 438 metros de altura.
Pero Alejandra Ibarrola vio más. El terreno donde se encuentra su propiedad está lejos de la concentración popular, en el “campo campo”, donde su vecino más cercano está a 3,000 metros. Por eso, en tiempos del coronavirus la casa significó algo muy especial: un lugar seguro para la dueña.
No lo vio inmediatamente; antes, tuvieron que ocurrir una serie de hechos que la empujaron a refugiarse en ese rincón solitario.
La primera alerta para ella llegó desde Europa en forma de noticias. Ibarrola leía, escuchaba y veía en la televisión que el virus arrasaba en Italia, España, Reino Unido… y que se ensañaba particularmente con los mayores y enfermos crónicos.
Ella padece de fibromialgia, un trastorno que se caracteriza por el dolor general y exacerbado tanto de los músculos como de los huesos, y pensó: “Si me agarra el coronavirus no la libro”.
Esos pensamientos saltaban en su día a día, entre las alertas de cierre de fronteras y negocios y mientras agarraba fuerza la campaña del “quédate en casa” y la realidad le echaba en la cara que sus clientes no necesitaban relaciones públicas si todo estaba cerrado.
“A mi me encantaban esos programas como de sobrevivencia al desnudo, de gente que se queda solitaria en una isla y esas cosas porque no sabía que es muy diferente cuando lo tienes que vivir y no sabes lo que significa el aislamiento total”.
Cuando se le complicó seguir pagando el alquiler de la casa donde vivía cerca de su mamá en Ciudad Satélite (una zona conurbada de la capital mexicana) pensó que era momento de tomar al toro por los cuernos y mudarse a Tepotzotlán para proteger sus finanzas, su salud y la de su mamá.
Convenció a sus hermanos de mudarse también cerca de ella, pero por razones de trabajo y por su estilo de vida citadina ellos no aguantaron mucho. Volvieron a la CDMX y así se quedó la plubirrelacionista nada más con sus dos perros y sus propios miedos.
Soltera y sin hijos descubrió que el aislamiento es una condición para los más duros.
Sin gente a su alrededor y sin riesgo de contagios, enfrentaba otras batallas internas cuyas repercusiones le impactaban directamente. “No tenía con quien pelearme, con quien desahogar mi mal humor, la ansiedad, el llanto”.
Particularmente le dolía estar desempleada porque el trabajo para ella lo era todo: una workaholic desde los 14 años. No trabajar “la tumbó”. Nunca había estado sin dinero “ni para comer” y nunca había tenido que pedir dinero a la familia, recurrir a la caridad de los amigos.
“No me tiré al piso pero había que sobrevivir y por lo menos de coronavirus no me enfermé”, cuenta.
Entre la falta de dinero, la ausencia de grandes supermercados o restaurantes donde comprar comida chatarra y la ansiedad perdió 20 kilos, algo que jamás pensó que lograría.
Y recurrió a un sicólogo por primera vez en su vida porque empezó a sentirse deprimida y a ratos con pensamientos suicidas, lo cual era una ironía frente a su decisión de aislarse para no morir.
“Al principio disfrutaba