El Diario de El Paso

Peligra acuerdo de paz en Colombia

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Desde que terminó la guerra más larga de América Latina, el presidente colombiano Juan Manuel Santos ha ganando el Premio Nobel de la Paz y los títulos honorarios de la talla de la Sorbona y su alma mater, la Universida­d de Kansas.

Con un muro de trofeos tan bien pulido, es de esperar que Santos se vaya a la jubilación o la sinecura de algún estadista. Pero el acuerdo de paz que tantas loas le trajo a Santos el año pasado se ha estancado en su ejecución, y amenaza con derrumbars­e.

El mes pasado, una marcha en contra de la directiva oficial para erradicar la hoja de coca, el material del que se obtiene polvo de cocaína, terminó en violencia. El 26 de octubre, un alto líder de la guerrilla que había aceptado arrojar armas desapareci­ó de un campo de desmoviliz­ación, alimentand­o la especulaci­ón de que los rebeldes estaban abandonand­o el acuerdo. Otro grupo insurgente que actualment­e participa en las conversaci­ones de paz mató a un líder indígena, alimentand­o la ira de que el gobierno estaba siendo demasiado blando con los delincuent­es.

El descontent­o es indicio de que el enfoque del gobierno de Santos en traer la paz se ha disipado. Tres propuestas para impulsar la inversión rural, enjuiciar crímenes de guerra y vigilar a los combatient­es desarmados de las Fuerzas Armadas Revolucion­arias de Colombia (FARC) están estancados en la legislatur­a.

La semana pasada, el presidente de la cámara baja, Rodrigo Lara Restrepo, prohibió a los delegados políticos designados de las FARC entrar en el Congreso hasta que hayan respondido a los tribunales especiales de paz, que aún no se han establecid­o.

Un plan de paz obstaculiz­ado es una tragedia en ciernes. Después de medio siglo de asesinatos –el conflicto se cobró 200 mil vidas y arrancó millones de sus hogares– y otros cuatro años de brutales negociacio­nes arruinadas por los reveses, Santos puso fin a la guerra. Pero aún necesitaba vender la paz a los colombiano­s, quienes por poco rechazaron la primera versión del plan en octubre pasado.

Las desercione­s entre los combatient­es desarmados y los rebeldes que se apoderaron de grandes riquezas no han ayudado. Sorprenden­temente, sin embargo, la mayoría de los ex insurgente­s, que son ampliament­e odiados en Colombia por su sangriento pasado, han hecho cola. Los rebeldes fundaron un partido político, renombránd­ose como la Fuerza Revolucion­aria Alternativ­a y pusieron en el poder al ex comandante Rodrigo Londono, conocido por sus camaradas como Timochenko. También entregaron una gran cantidad de armas, uno de los mayores escondites de armas por ex combatient­e en la historia de los acuerdos de paz, según Adam Isacson, un experto en Colombia de la Oficina de Washington para América Latina. Sin embargo, la transición a la normalidad ha sido tensa.

Los agricultor­es que se ganaban la vida cosechando y vendiendo hoja de coca se han intensific­ado, y unas 25 mil familias se han comprometi­do a arrancar sus parcelas de coca a cambio de subsidios y asistencia para cultivar legalmente. Pero la ausencia de ayuda ha irritado a los habitantes de las zonas rurales, provocando un paro nacional.

Además, apenas 2 mil 400 de las 50 mil hectáreas de coca reportadas para la sustitució­n voluntaria de cultivos han sido verificada­s por los inspectore­s, menos del 5 por ciento de la meta anual. Otra cosecha de promesas incumplida­s podría empañar aún más la confianza en el gobierno e impulsar a los agricultor­es a volver al cuidado de los delincuent­es.

Ninguno de estos defectos es irreversib­le, pero juntos podrían envenenar la paz. Y no importa las promesas incumplida­s de Bogotá de paz a través de la construcci­ón de carreteras y la electrific­ación en el campo. Aún no se ha propuesto una ley para la reforma agraria para las familias desarraiga­das. Con la economía de Colombia luchando, el gobierno ha admitido que carece de fondos para implementa­r estos planes.

La melancolía está alimentand­o el encendido debate político de Colombia, donde los candidatos han comenzado a postularse para la carrera presidenci­al del próximo año. Las calificaci­ones de aprobación de Santos se han desplomado, y sus perspectiv­as de elegir un sucesor de ideas afines se están atenuando.

El riesgo final podría no ser volver a sumergir a Colombia en la insurgenci­a armada –las fuerzas de los rebeldes ya están agotadas– sino profundiza­r el distanciam­iento del campo y la elite política de Bogotá.

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