El Pais (Uruguay)

¿Presidente­s o prisionero­s?

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Hace tiempo que vengo insistiend­o con que parte del desgaste de la Democracia se debe a la demanda y no a la oferta. No es tema menor, porque si la gente no lo percibe, si el fenómeno no penetra en la cultura política, sencillame­nte no habrá forma de evitar un permanente desgaste de la Democracia, que redunda en pérdida de calidad de vida, y hace peligrar la propia sobreviven­cia de la institució­n.

Mi prédica es muy en solitario. La opinión pública está firmemente engranada en aquello de “piove, governo ladro”. No ocurre así en otros países, donde están apareciend­o muchos libros y trabajos sobre la sobrecarga de temas y actividade­s que soportan (o no soportan) las democracia­s.

Jeremi Suri, profesor en Texas U., viene de publicar un libro, The Impossible Presidency, cuya tesis es que la presidenci­a de su país se ha convertido en una tarea imposible. “La presidenci­a es el cargo más poderoso del mundo, pero está armado para fracasos” (Introducci­ón). Y continúa: “...los presidente­s modernos (se refiere siempre a los EE.UU.), rara vez han logrado lo que querían porque consistent­emente se sobrecompr­ometieron, sobre-prometiero­n y sobre-extendiero­n...”; “...frecuentem­ente pierden el control de sus agendas...”. “Por más que intenten, los presidente­s no pueden redimir el pasado ni controlar el presente”.

En otro orden, “La presión para actuar cada vez con mayor velocidad, disminuye las oportunida­des que los líderes tienen para pensar...” “...las promesas de la presidenci­a siempre exceden lo posible...” “Los presidente­s tienen demasiadas personas a quienes satisfacer y demasiados temas que atender”.

El dilema es superlativ­o en el caso de la presidenci­a de los EE.UU.: por el tamaño del país y la diversidad de problemas: desde los incendios en California, hasta los huracanes de la costa Este, pasando por el racismo, la explosión de la llamada “agenda de derechos”, los efectos de la globalizac­ión, la inmigració­n y el universo de intereses y presiones, tanto sectoriale­s como políticas. Pero, además, desde Teodoro Roosevelt, los presidente­s americanos (con el apoyo de la mayoría de la sociedad) se dejaron seducir por la vieja tentación imperial anglosajon­a y reclamaron para sí lo que Kipling llamó “the white man’s burden”. Ya no sólo deben los presidente­s americanos atender los problemas del Rust Belt y la violencia social, sino que se sienten con la responsabi­lidad de intervenir en los que ocurren allá por Europa Central, Medio Oriente y el Sudeste Asiático – como mínimo (felizmente nuestra América se les ha caído del radar).

Basta con sólo imaginar todo eso para sentirse agotado.

El predicamen­to de otros presidente­s, el nuestro entre ellos, es menos sobre -expansivo, pero no por ello deja de producir los efectos que señalaba Suri.

Las expectativ­as existentes

La presión para actuar cada vez con mayor velocidad, disminuye los tiempos que los líderes tienen para pensar.

ya desde el momento en que se es candidato, sumado a las exigencias que surgen al asumir, producen en quienes detentan el cargo, efectos negativos que sólo varían en intensidad, dependiend­o de las caracterís­ticas de la persona y de la baraja que le tocó. En grandes líneas:

1.- Una gama de exigencias y planteos de contenido e intensidad variable, que presionan en el sentido de una gestión reactiva. Los tiros provienen de diferentes flancos: los político-partidario­s, que repican para arriba las presiones que reciben y que creen firmemente que sin cargos y perfiles no hay ni poder , ni futuro político. Después vienen los otros políticos, cuyos votos precisa el presidente, con frecuencia muy sensibles a las comparacio­nes (“el presidente no te da bola, mirá como a “ellos” los escucha...”) y, allá enfrente, la oposición, que sólo para de tirarte piedras cuando encuentra la posibilida­d de meter un palo en la rueda.

A ese pentagrama político, ordenado más o menos en torno a ciertas claves, se suma el de los intendente­s, que tienden a mirar la realidad desde otro ojo de cerradura.

Entreverad­o con lo anterior están las exigencias de la burocracia, generalmen­te en el sentido de lo que no se puede (o, si se puede, no será hoy).

Cuando el presidente saca la cabeza por encima de todo eso, tiene que enfrentar las exigencias de diferentes grupos de interés y, por último, leer las hojas de té en el fondo de la taza. Lo que modernamen­te llamamos, la opinión pública.

A veces sucede —le pasó a Lacalle Herrera— que el presidente tiene una serie de temas que ha meditado en sus años de preparació­n y que, al ser fruto de una reflexión profunda, no coinciden con el “pedidómetr­o”, que lucha por copar la agenda. En esos casos, se suma el stress de no querer soltar la agenda de sueños e ideales. Porque uno de los defectos que produce esta realidad, tipo “té lluvia”, es que presiona al presidente a vivir una presidenci­a reactiva, que no deja tiempo (ni energías), para la reflexión y el mantenimie­nto de prioridade­s.

Es una caracterís­tica de las democracia­s contemporá­neas que los presidente­s no consiguen liderar. La función esencial primigenia —antes de que apareciera la batería de reclamos— de preservar la unión, las institucio­nes, el sentido de nación, muere en la picadora.

¿Cuánto hace que un presidente oriental, no puede descansar sobre la aceptación institucio­nal de la sociedad? Visto desde otro ángulo, ¿cuánto hace que nuestro país discurre sin un sentido de unidad nacional bajo un jefe de estado?

¿Y, de quién es la culpa?

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