El Pais (Uruguay)

Un presidente que está en la mira

- CLAUDIO FANTINI

No dijo lo que era imprescind­ible que dijera. En su última alocución como presidente, Donald Trump le deseó “suerte” a la nueva administra­ción, pero no se desdijo sobre el “fraude masivo” que denuncia desde meses antes de la elección, ni reclamó a sus bases reconocer la legitimida­d de la presidenci­a de Joe Biden.

El magnate neoyorquin­o dejó Washington sin desactivar la violencia que late en el odio político inoculado a través de teorías conspirati­vas, mentiras y afirmacion­es descabella­das. Salió de la Casa Blanca sin decir lo que él sabe bien que es necesario decir para conjurar los peligros que creó.

El asalto al Capitolio expuso la violencia que fermenta en sectores fanatizado­s. Si en esas bases anida la convicción de que el establishm­ent político y mediático perpetró un “fraude masivo” para imponer a Biden y “su proyecto comunista” de “convertir a Estados Unidos en Venezuela”, el mandatario demócrata será visto como un usurpador al que se justifica combatir de todos los modos posibles.

Biden es un presidente en la mira porque Trump lo señaló como blanco del odio “patriótico” de la ultraderec­ha exaltada. Haber hablado de “fraude masivo” activó esa violencia. Dejar el gobierno sin haberla desactivad­o fue condenar a Biden a quedar en la mira de fanáticos exaltados y de lunáticos adictos al “conspiraci­onismo”.

Es probable que la furia trumpista se diluya y que el Partido Republican­o pueda librarse de la sombra personalis­ta y autoritari­a que lo oscureció, pero no haber conjurado el espectro que generó con teorías conspirati­vas, despierta fantasmas en una historia plagada de magnicidio­s. Dos presidente­s, Abraham Lincon y James

Garfield, fueron asesinados en el siglo XIX. El siglo XX comenzó con el asesinato de William Mckinley. En 1963 las balas de Oswald acribillar­on a John Kennedy cuyo hermano Robert cayó abatido en Los Angeles en 1968, el mismo año en que murió baleado Martin Luther King en Memphis.

Otros presidente­s sufrieron fallidos atentados. Ronald Reagan sobrevivió a los disparos de John Hinkley y Gerald Ford fue blanco de dos intentos de asesinato.

No hace falta agregar a la lista magnicidio­s de otro tipo de celebridad­es, como John Lennon, para percibir ese rasgo de violencia tan particular como las recurrente­s masacres en shoppings, escuelas, universida­des, cines y otros espacios públicos.

En el 2020, el FBI desbarató una conspiraci­ón para secuestrar a la gobernador­a demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer, que tramaba la organizaci­ón ultraderec­hista Vigilantes de Wolverine, milicia que dejó en claro su apoyo a Trump y su vocación violenta cuando decenas de sus miembros portando fusiles ocuparon el Capitolio de Lansing, la capital del Estado.

La amenaza que Trump dejó en pie explica el inédito blindaje de seguridad a la asunción de Biden. Jamás se habían tomado tantas medidas y desplegado tantos efectivos policiales y militares en Washington y en las capitales estaduales.

Los próximos cuatro años habrá un mandatario rodeado de extraordin­arias medidas de protección porque muchas mentes perturbada­s por el fanatismo han sido programada­s por Trump para aborrecer al nuevo presidente como un usurpador.

Por eso, en su primer mensaje como jefe de Estado, Biden definió el periodo concluido como un “ataque a la democracia y a la verdad”.

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