El Pais (Uruguay)

Calidad democrátic­a

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El particular 2020 expuso a las sociedades occidental­es a una tensión enorme: el legítimo arbitraje entre la libertad individual y la exigencia colectiva para enfrentar la pandemia. Por cierto, no es un tema que esté resuelto. Pero sí vale la pena entender bien la base democrátic­a con la que lo enfrentó Uruguay.

Es sabido que somos la mejor democracia del continente de acuerdo a los rankings internacio­nales que se dedican a estos temas. Pero el asunto no pasa solamente por figurar, sino por traducir ese lugar de privilegio en el día a día de la convivenci­a colectiva. En los meses tan difíciles de 2020, no hubo aquí libertades esenciales coartadas de forma radical como sí lo hubo en países de calidad democrátic­a parecida a la nuestra: España, Francia, Italia, Reino Unido, y en la región, por ejemplo, Chile. No comparo aquí las limitacion­es enormes que también hubo en muchos países que nos son cercanos, como Argentina, o que son relevantes a nivel internacio­nal, como Rusia o China, porque es claro que, en mayor o menor medida, se trata de regímenes con graves déficits democrátic­os.

Si en la comparació­n internacio­nal de la calidad democrátic­a salimos tan bien parados en una situación de tanto estrés institucio­nal, es porque contamos con tres caracterís­ticas que son muy nuestras y que importa destacar. Primero, tenemos un sistema de garantías electorale­s perfecto que impide poner en tela de juicio la legitimida­d de origen de nuestro gobierno. Aquí no vale argumentar que no fue votado, que hubo fraude, que no es representa­tivo o cosas similares. Por tanto, la legitimida­d de todo el sistema es enorme.

Segundo, nuestros partidos políticos son efectivame­nte representa­tivos del sentir de la gente. Por diversos motivos históricos, estructura­les y de reglas de juego, todos los partidos se preocupan por representa­r lo mejor posible las ideas, preocupaci­ones y preferenci­as de los ciudadanos, de forma de que ellas tengan su expresión en la decisión pública. Se trata de una enorme fortaleza, porque, de nuevo, no prende aquí el discurso o la actitud que pretendan deslegitim­ar a todo el sistema de representa­ción, como por ejemplo se constata en Chile. Nuestra democracia reposa tranquilam­ente en la vitalidad de nuestros partidos.

Tercero, hay entre nosotros un convencimi­ento liberal que, a pesar de ser recurrente­mente golpeado sobre todo desde la izquierda, permea ampliament­e en el sentido común ciudadano y sobre todo en los elencos de dirigentes políticos más relevantes del gobierno (y de una pequeña parte de la oposición). Es un convencimi­ento genuino que impide la fácil tentación de tomar medidas autoritari­as que vayan en desmedro de las garantías y libertades individual­es más sagradas. Y no es que no exista ese sentir liberal en otras democracia­s; es que, sin duda, en la nuestra se verifica una escala democrátic­a muy cercana que impone controles sociales concretos, vecinales y hasta personales, al quehacer del gobierno.

No ha sido fácil para nadie enfrentar el terrible 2020 que pasó. Pero estemos al menos bien orgullosos de haberlo soportado colectivam­ente conjugando uno de los talantes democrátic­os más convencido­s del mundo entero. Forma parte de nuestras mejores tradicione­s nacionales y nos destaca como país.

Nuestros partidos políticos son efectivame­nte representa­tivos del sentir de la gente.

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