LLEVARSE MAL CON PARÍS
Es en la capital francesa, con todos sus peros, donde es sencillamente imposible no ser consciente de una bonita y terrible certeza: hacemos aquellas cosas que nos gustan porque nos vamos a morir.
He tratado de llevarme mal con París de todas las formas y maneras posibles, pero nada, no hay manera. De verdad os lo digo, lo he intentando con frío, con restaurantes pretenciosos —L’Arpège, de
Alain Passard, un desastre—, con relaciones que tú sabes que no pero yo qué sé y conjugando, a mala sangre, todos los tópicos posibles: el bohemio barrio de Montmartre, la sofisticación explícita de Le Marais y esas cafeterías rojas a pie de calle, iconos sentimentales de los que crecimos con la nouvelle vague pero, seamos sinceros, incómodas, caras y pretenciosas. Pero no hay manera: es imposible no amar a la Ciudad de la Luz.
Como esas personas que te da rabia que te caigan bien de lo imbéciles que son, pero no hay tu tía; es que te caen bien. A mí me pasa con
Salvador —ser humano despreciable Dalí donde los haya—, con el actor o con
Marlon Brando el cantante Gallagher,
Liam el más necio de los hermanitos del grupo Oasis, que ya es decir. Lo he intentado de corazón, pero el final de la historia siempre es el mismo —invariablemente triunfa el talento sobre la ceremonia—; siempre acaba rendido uno a la belleza —que es la vida— y no hay ciudad en la galaxia tan dolorosamente bella como París. Con sus tópicos, sus peros y sus no lugares, esos puntos estratégicos de paso que definen infinitamente mejor a las ciudades que todos los museos del mundo. París está llena de ellos —qué preciosidad de concepto: los no lugares — casi tanto como de mercados callejeros o bistrós iniciáticos; espacios rebosantes de vida y de emociones en los que se habla para no decir nada y la vida pasa frente a una copa de pinot noir. Y es que tiene razón el antropólogo y etnólogo francés Augé: “Cuando
Marc yo era joven, ir solo al bistró era uno de los primeros gestos de independencia”.
La capital francesa ha sabido exportar al mundo la idea del café porque sí —a Le Pure Café llegan y Ethan Hawke en Antes del anochecer, Julie Delpy tras la presentación del libro del primero en, cómo no, la librería independiente Shakespeare & Company—, el cine en el que nunca pasa nada y esas tiendas imposibles que parece mentira que sean reales, pero lo son; como los limoneros del Café Citron del diseñador
Simon Porte Jacquemus, en ese espacio inundado de luz en las Galerías Lafayette, rinconcito tan parisino que hasta incomoda de tanta claridad y belleza o el universo cerámico —y esas velas, inciensos o agendas poliédricas— de
Benoît Astier e en de Villatte Ivan Pericoli Astier de Villatte, en plena rue Saint-Honoré; como la cosmética y los perfumes en L’Officine Universelle Buly 1803, más de dos siglos al servicio de la belleza gracias al trabajo de
Ramdance y Taillac, Touhami Victoire de recuperando la labor del perfumista Bully. Yo
Jean-Vincent me traje un cepillo de dientes caligrafiado allí mismo, con mi nombre y el apellido de mi padre, que veo todos los días y me lleva de vuelta al placer de lo mundano. Es que no hay manera contigo, París.
Celine, en la última escena de Antes del anochecer, le susurra a Jesse —¿os acordáis?—: “Pequeño, creo que vas a perder ese avión…”. La vida está llena de elecciones y de momentos que no volverán, pero el camino del corazón no se equivoca nunca, así que ojalá perdamos esos aviones siempre y ojalá no olvidemos nunca esa bonita y terrible certeza: hacemos las cosas que nos gustan porque nos vamos a morir.