¿Superhumanos o superesclavos?
Neuroimplantes para aumentar nuestras capacidades intelectuales. Es el sueño anunciado por Elon Musk y Bryan Johnson con sus respectivas compañías: Neuralink y Kernel. Eso sí, “el primer paso será reparar lesiones cerebrales. Podría ayudar a personas parapléjicas o tetrapléjicas implantando un circuito neural desde el córtex motor a los músculos paralizados”, dijo Musk en la rueda de prensa para presentar su empresa, en 2016.
Por su parte, Johnson afirma que las personas con trastornos cognitivos serán las primeras en probar sus implantes. Hoy, es lo máximo a lo que se puede llegar en Estados Unidos, de acuerdo con la legislación de la FDA –la Administración de Alimentos y Medicamentos– respecto a la amplificación de cerebros humanos. El segundo paso, eso sí, sería utilizar IA dentro de esos implantes para multiplicar las posibilidades de nuestra mente... o para influir en ella desde fuera.
Y la carrera para lograrlo empezó sin que nosotros lo supiéramos. “Ya todos somos cíborgs. Nuestro teléfono y todas las aplicaciones que usamos son una extensión de nosotros mismos... De lejos, tenemos más poder y más capacidades [aumentadas gracias a la tecnología] que el presidente de los EE. UU. tenía hace treinta años”, asegura Musk. Su miedo, como ha confesado el millonario en varias ocasiones, es que la inteligencia artificial pronto sobrepase a la humana y, por eso, opina que es crucial dotar al cerebro de algoritmos de aprendizaje para ser más competitivos en comparación con las máquinas. Algo así como unirse al enemigo invencible.
Entre los científicos contratados en Kernel está Theodore Berger, profesor de Ingeniería Biomédica en la Universidad del Sur de California que probó en 2002 que mediante software de modelado matemático se podía crear una réplica del hipocampo, zona encargada de los recuerdos que se ve afectada en enfermedades neurológicas en las que se pierde la memoria. Años después, en 2011, Berger consiguió restaurar la memoria perdida y mejorar la capacidad de recordar en ratas con la implantación de un chip que hacía las veces de hipocampo. Su colega de la competencia, Charles Lieber, profesor de Harvard que trabaja en Neurolink, confiesa: “No me importaría añadirme un terabyte al hipocampo”.
Las implicaciones éticas de todo ello son preocupantes. ¿Podrán solo los más ricos amplificar sus capacidades mentales con neurochips de IA? ¿Podrán implantarse memorias manipuladas? ¿Combatiremos plagas actuales como la ansiedad y la depresión desde dentro de la cabeza? ¿O nos convertiremos en esclavos de alguien que dicte instrucciones directamente a nuestra mente desde fuera? La lista de interrogantes asociados a esta cuestión no ha hecho más que empezar.