ME QUITARÉIS LA VIDA, PERO NO EL MIEDO
Con las palabras que encabezan esta columna –u otras muy parecidas– se dirigió el escritor Muñoz Seca al pelotón de fusilamiento que iba a acabar con su vida en Paracuellos, en 1936. Algo similar sucede cuando nos enfrentamos a una nueva pandemia: el miedo se instala fácilmente en nuestros corazones, espoleado por los miles de fake news que circulan por las redes y la enorme cobertura de los medios de comunicación.
ES LO QUE ESTá OCURRIENDO CON EL VIRUS SARS-COV-2, que causa la enfermedad COVID-2019. Los coronavirus, que hasta no hace mucho estaban asociados a catarros comunes, son ya uno de nuestros enemigos más tenaces: estuvieron detrás del síndrome respiratorio agudo grave de 2002 –tasa de mortalidad del 10 %– y del de Oriente Medio de 2012 –del 35 %–. Por suerte, este es un orden de magnitud menos letal que sus predecesores, aunque se transmite con más facilidad. Pero las medidas tomadas para evitar su expansión no han hecho más que propagar una sensación de alarma e indefensión, y todo por un virus que mata, en promedio, al 1 % de los infectados.
PARECE COMO SI VIVIéRAMOS UNA PELíCULA DE TERROR: los Gobiernos ponen en cuarentena regiones enteras, se moviliza al ejército y se buscan mascarillas donde sea; incluso se han llegado a robar las de los quirófanos. No es de extrañar que aparezcan mensajes conspiranoicos en los que se acusa a las Administraciones de ocultar información. Pero donde tenemos mejor instalado ese pánico es en la economía: caída de las bolsas, cadenas de suministro interrumpidas, fábricas paradas... La última vez que un coronavirus golpeó China, en 2003, la economía mundial salió relativamente indemne. Ahora, las cosas son muy distintas. En el futuro, quizá debamos temer más los efectos económicos de una pandemia que los sanitarios.
A TODO ELLO DEBEMOS AñADIR EL PáNICO que nos causan las nuevas amenazas. En Cali (Colombia), donde a principios de marzo aún no se había dado ningún caso, empezaba a ser difícil encontrar mascarillas. Ese temor contrasta con lo que pude vivir allí a finales de enero, cuando la incidencia del dengue, mucho más mortal que este coronavirus, subió un 500 %. En esa ocasión, la vida continuó como si nada y los repelentes de mosquitos no escasearon ni por asomo. Lo mismo sucede con el turismo: dejamos de viajar por la irrupción de este virus, pero no nos importa ir a países donde el citado dengue es endémico, como Sudamérica o el sudeste de Asia, o viajar a la India o a Tanzania, donde la malaria está a la vuelta de la esquina.