Por si las moscas
La entomóloga Erica McAlister es una de las mayores expertas mundiales en esos animales que la mayoría encontramos fastidiosos: las moscas. La curiosidad le viene de cuando era niña y las observaba zumbar a su alrededor.
El espíritu científico no es algo que naciera en un momento histórico dado; en Europa hacia principios del siglo XVII, según la opinión más establecida. El espíritu científico nace en cada persona con la curiosidad infantil, igual que nace el espíritu narrativo y el filosófico. El niño examina las cosas sin ideas preconcebidas y busca explicaciones que le parecen instintivamente razonables. El niño, como los presocráticos griegos, inventa teorías sobre el origen del universo y la composición de la materia, y algunas veces hasta aplica el método experimental, ya que repite machaconamente un solo gesto, un movimiento, los golpes con el sonajero contra un juguete, los diferentes grados de cautela necesarios para aproximarse a un animal doméstico sin asustarlo. Lo asombroso no es que exista esa universal y devoradora curiosidad infantil. Lo asombroso, y lo triste, es que en muchísimos casos se malogre, y que solo una parte mínima del esplendor intelectual de la infancia llegue a la vida adulta. Todos hemos sido filósofos, inventores, científicos, narradores, músicos, ingenieros posibles. Luego crecemos y dedicamos la parte más valiosa de nuestra actividad cerebral a ejercer el fanatismo político o a apasionarnos por las alineaciones de los partidos de fútbol.
Un artista, un científico, es siempre alguien que de algún modo ha mantenido una conexión con el espíritu de la infancia.
Los grandes artistas y los grandes científicos a los que he tenido la suerte de tratar a lo largo de mi vida se parecían en una especie de inocencia, en una capacidad de ilusión y de ensimismamiento. Hace unos años pasé varios días cerca del físico Peter Higgs, el del bosón de Higgs, y no dejé de fijarme en sus gestos y en la manera en que miraba, y en la expresión de su cara y de sus ojos muy azules. A los ochenta y tantos años, Higgs parecía ese niño inquieto y alerta que se fija en todo y que lo encuentra todo a la vez interesante y cómico, en parte porque no acaba de entender las formalidades que rigen el mundo de los adultos.
Acabo de descubrir a una mujer que posee una curiosidad así,
y que recuerda perfectamente la poesía de los juegos infantiles en la que estuvo el origen de su vocación científica. Erica McAlister, conservadora de las coleccio- nes de insectos del Museo de Historia Natural de Londres, disfrutaba de niña espulgando a los perros y a los gatos que había en su casa, y sentía tanta curiosidad por aquellos parásitos que en vez de simplemente aplastarlos de un pisotón se aficionó a examinarlos en un microscopio escolar, regalo de sus padres. Los niños fantasiosos necesitan cómplices adultos, quizá miembros de esa misma cofradía. La niña McAlister hacía por instinto lo que hacen siempre los grandes innovadores: fijar la atención en aquello que todo el mundo tiene delante de los ojos, no en lo raro, lo fantástico, lo excepcional, sino en lo cotidiano, que está siempre lleno de misterio. Al fin y al cabo, lo que hacía Galileo era eso: mirar a la luna, que está a la vista de todo el mundo, mirar cómo cae o cómo rueda una bola. Erica McAlister se fijaba en las pulgas alojadas entre la pelambre de su perro y en las moscas que zumbaban a su alrededor en verano, las moscas irritantes que todos nos apartamos a manotazos, y que son para todos, o casi, el símbolo de lo trivial, lo repetido, lo que fastidia, lo que carece por completo de cualquier interés, salvo el de su eliminación.
Ahora la antigua niña McAlister es una de las mayores autoridades mundiales
en ese insecto que nos acompaña igual en nuestra vida y en nuestra muerte, que se posa en el espejo más limpio y la piel más delicada y también en la mayor inmundicia, y que según McAlister cumple funciones ecológicas decisivas, desde la polinización de muchas plantas hasta la limpieza de residuos. A la mayor parte de nosotros nada nos parece más parecido que una mosca a otra mosca. La profesora McAlister conoce especies de moscas más distintas entre sí que las de mamíferos o las de peces, con un rango de hábitats y de costumbres alimentarias o reproductivas que ni el estudioso más entregado podría abarcar en una sola vida. Con el talento anglosajón para la claridad divulgativa y la síntesis, McAlister ha comprimido lo más sustancial de sus conocimientos en un libro tan breve como jugoso, si es que esta palabra conviene aplicarla cuando se habla de moscas, The Secret
Life of Flies (La vida secreta de las moscas). Uno lo lee con una mezcla irresistible de curiosidad y de asco: es una sensación que conocen bien los niños. A partir de ahora miraré de otro modo cuando pase volando una mosca.