QUE BRILLA EN EL CIELO NOCTURNO HASTA DIEZ MESES AL AÑO, FUE CONSIDERADO EN LA ANTIGÜEDAD
JÚPITER, EL PADRE DE LOS DIOSES
vidad que se genera en su interior– y pierde energía de rotación. Este efecto de marea proporciona a Ío su poder volcánico. Cuando este satélite llegue al final de su periodo evolutivo, acabará mostrando a Júpiter siempre la misma cara, como ocurre con el nuestro. Pero, a pesar de sus peculiaridades, Ío no es más que una de las 67 lunas conocidas de Júpiter. Este extraño cortejo está dominado por cuatro grandes cuerpos, los denominados satélites galileanos, llamados así porque fueron descubiertos en 1610 por Galileo Galilei: los ya citados Ío, Ganímedes y Europa, y Calixto.
La larga cohorte de objetos que se suma a estos cuatro tiene su origen en asteroides –o en pedazos de ellos– que quedaron atrapados en el pozo gravitatorio del gigante de gas. Entre ellos, el grupo más interesante es el que conforman sus pequeños y rocosos satélites interiores –Metis, Adrastea, Amaltea y Tebe–, de los que, de momento, se sabe muy poco. Curiosamente, el Sistema Solar y el que integran las lunas de Júpiter muestran la misma configuración; los cuerpos más interiores son también los de mayor densidad. Pero para conocer sus secretos aún tendremos que esperar. La sonda Juno, que lleva el nombre de la esposa de Júpiter, no tiene previsto estudiarlos. El coloso centrará su atención.
Júpiter siempre ha estado en el punto de mira de los astrónomos. En la época mítica de la astrología, cuando se creía que los planetas eran los propios dioses, se erigía como el padre de todos ellos. Por ejemplo, para los babilonios era Marduk. En parte, esto resulta bastante obvio, pues Júpiter se distingue fácilmente. Se trata de esa brillante estrella de color blanco-grisáceo que se observa alta sobre el horizonte, en el cielo nocturno. Es visible de nueve a diez meses al año y su luz no parpadea; de hecho, es el astro que menos centellea de todos.
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