AL AÑO EN EUROPA
EN PLENO AUGE, SE CALCULA QUE UNOS 4.000 NIÑOS ERAN CASTRADOS
Un documento de una escuela similar en Roma pormenoriza el sistema de aprendizaje que, antes del almuerzo, consistía en tres horas de práctica de melodías difíciles, trinos y ejercicios que incluían passaggi (partes habladas). Posteriormente dos horas más, en las que ensayaban delante de un espejo y actuaban ante el maestro de uno en uno. Una hora de estudio literario antes de la media hora utilizada para comer, y después las cuatro horas vespertinas, dedicadas sucesivamente a teoría musical, escritura de contrapunto, dictado y, de nuevo, estudio literario. Antes y después de la cena, el tiempo libre debían usarlo para la composición.
Inamovible permaneció este rigor educativo a lo largo del siglo XVIII. Sin embargo, las cosas habrían de cambiar drásticamente con la llegada del siglo XIX, cuando se fue extendiendo la prohibición de la castración y al fin subieron al escenario las mujeres, con lo que también cambiaron los gustos operísticos. Superado el barroco, no había mucho lugar para las voces de ángel en las nuevas tendencias musicales, donde tan bien encajaban las nuevas sopranos y contratenores. Los divos, a partir de ahora, serían sobre todo los tenores: Reszke, Tamagno, Martinelli, Björling, Caruso…
Los aires de cambio propiciados por la Ilustración también habían llegado a la música, y pensadores como Voltaire y Rousseau habían criticado abiertamente la costumbre “bárbara e inhumana” de la castración. Aun así, en el centro del fenómeno, Italia, no sería declarada ilegal hasta 1861, a raíz de la unificación del país; si bien en el Vaticano esta medida no se hizo efectiva hasta 1876, cuando el papa León XIII la prohibió en el ámbito eclesiástico. No obstante, todavía se permitió la presencia de castrati en el coro de la Capilla Sixtina y de algunas basílicas papales de Roma. Los seis que quedaban en 1898 en la Capilla Sixtina, además del perpetuo direttore, Domenico Musta- fà, serían los últimos, puesto que el nuevo papa, Pío X, dictaría en 1903 la obligación de sustituirlos por niños.
El último castrato sixtino fue Alexandro Moreschi, que, dada la prohibición de la castración en Italia, siempre dijo que se le había practicado a causa de un hernia inguinal. Miembro del coro papal desde los veinticinco años, llegó a ser su director hasta su retiro en 1913. Murió siete años después solo y olvidado, pues, al parecer, había carecido de brillantez. Su voz es la única de castrato de la que se conserva una grabación, donde resulta más bien pobre. Aunque hay que tener en cuenta que la calidad tecnológica era mínima en esos años y que la moda de cantos religiosos no pasaba por su mejor momento.
La despedida de los teatros y la ópera de los cantantes angelicales se había producido en 1830, cuando Giambattista Velluti (1780-1861), para quien Rossini y Meyerbeer habían compuesto las últimas piezas operísticas pensadas para castrati, cantó en un concierto en Londres. Sobrio y discreto, lejos del brillo y la ostentación de cien años antes. Aplausos y miradas curiosas. La cortina se cerró. Las luces se apagaron. e