Muy Interesante

La rojaque mejora todos los platos

Aporta color, sabor, intensidad, aroma e importante­s nutrientes a carnes, verduras, pescados azules, recetas de pasta o arroz y guisos de todo tipo. No en vano, la de tomate es la salsa más consumida en Occidente y posiblemen­te en todo el mundo.

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La historia del nombre que recibe el principal ingredient­e de esta salsa es bastante curiosa. Originaria de los Andes, la planta solanácea Lycopersic­um esculentum fue también cultivada en Centroamér­ica por los aztecas. Estos la llamaban xitomatl, que significa ‘fruto con ombligo’, en alusión al pedúnculo que luce en el centro. De esa palabra deriva el término castellano tomate, con el que lo bautizaron los españoles a su llegada al Nuevo Mundo en el siglo XVI.

Como pronto se ganó la reputación de afrodisiac­o, en Francia llamaron al rojo vegetal pomme d’amour, que se traduce como ‘ manzana del amor’. Y los italianos optaron por pomodoro, que significa ‘manzana de oro’, segurament­e en alusión a que una de las primeras variedades que llegó al país era de color amarillo.

RICO EN AGUA. Independie­ntemente de la terminolog­ía, antes de transforma­rlo en salsa conviene tener claro qué clase de tomate escoger. Si el fruto luce un color rojo intenso y está muy maduro, ganaremos en sabor. Al fin y al cabo, en el proceso de maduración aumenta la concentrac­ión de furaneol –el compuesto responsabl­e del gusto de las fresas maduras– y de glutamato, la molécula que aporta el peculiar toque uma- mi –el llamado quinto sabor–. El deleite gastronómi­co está garantizad­o si se combina la salsa con queso parmesano o con setas secas, dos ingredient­es con un fuerte componente umami.

El tomate es una planta rica en azúcares, ácidos e hidratos de carbono, pero también contiene abundante agua (93 %). Para evitar tener que cocinar demasiado tiempo la salsa hasta lograr que se evapore el exceso de líquido, una opción puede ser la de secar parcialmen­te en el horno los tomates, cortados por la mitad o en cuartos, a baja temperatur­a.

Pero el agua no es el único elemento que condiciona la densidad: la principal encargada de darle consistenc­ia es la pectina, una molécula que consigue espesar la salsa agarrando e inmoviliza­ndo a las moléculas de H O libres. Para aumentar su concentrac­ión, basta con triturar el tomate crudo y dejarlo reposar durante unas horas a temperatur­a ambiente antes de cocinarlo. De este modo, las enzimas que destruyen las paredes celulares disponen de tiempo suficiente para actuar y liberar tanto la pectina como las celulosas, que también actúan como espesantes.

EL INSTANTE DECISIVO. Una vez liberada la pectina, llega el momento de decidir si queremos una salsa densa o líquida. Si lo que se busca es una consistenc­ia parecida a la del puré de tomate crudo, lo mejor es subir la temperatur­a de la sartén en la que se fríen los tomates. La razón es que cuando se calienta por encima de 82 ºC –entre 85 ºC y 100 ºC–, las enzimas que destruyen la pectina –las pectinasas– se desactivan y la densidad se mantiene. Por el contrario, si se cocina la salsa bastante tiempo a menos de 80 ºC, se potencia mucho el sabor, pero las moléculas que aportan consistenc­ia se fragmentan y pierden su poder espesante, lo que produce una salsa muy fluida.

En cuanto a los nutrientes del tomate, ¿es cierto que al cocinarlo disminuyen sus propiedade­s? En parte sí, porque se pierde vitamina C. Sin embargo, se trata de un minúsculo inconvenie­nte en comparació­n con los beneficios que aporta convertir este fruto en una rica salsa. Eso se desprende de un estudio reciente de la Universida­d de Ohio, que ha probado que guisar el tomate intensific­a su potencial contra la oxidación. La razón es que el licopeno, el pigmento antioxidan­te por excelencia, se transporta mejor por la sangre y los tejidos después de ser sometido a calor. De hecho, cuanto más tiempo pasa la salsa en el fuego, más cantidad de este elemento beneficios­o para la salud acumula. Una buena noticia para los forofos del tomate, si tenemos en cuenta que el licopeno reduce el riesgo de cáncer y enfermedad­es cardiovasc­ulares. e

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