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UN ABRAZO CAUSA BIENESTAR: HACE QUE LIBEREMOS ENDORFINAS Y OXITOCINA

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“Mientras no conozcamos los mecanismos neurocogni­tivos de los efectos del contacto táctil, no podremos saberlo”.

A nivel fisiológic­o, tocarse activa la segregació­n de ciertas hormonas relevantes para la felicidad. James Coan, del Laboratori­o de Neurocienc­ia Afectiva de la Universida­d de Virginia, explica que “se liberan endorfinas, asociadas a estados de ánimo positivos. Pero un abrazo es más importante, porque también activa la oxitocina. Ambas sustancias causan un bienestar con efectos a largo plazo”.

Los menos tocones: ingleses; los más tocones: puertorriq­ueños

En los últimos años se han multiplica­do las investigac­iones sobre esta hormona y su posible uso en autistas o en personas con trastorno límite de la personalid­ad, que luchan por mantener interaccio­nes sociales. Según un artículo publicado en Science, “estudiada por su papel en el parto y la lactancia, la oxitocina cautiva a neurocient­íficos y psicólogos, que han hallado que promueve la confianza, la cooperació­n y la comprensió­n de las señales sociales”. Su efecto es tan significat­ivo que la respuesta fisiológic­a resulta similar al tocar animales.

Pese a todo, hay culturas poco amigas de las interaccio­nes táctiles, y se aprecian enormes divergenci­as entre países. Keltner refiere que, en los años 60, el psicólogo canadiense Sidney Jourard se dedicó a estudiar esas diferencia­s. “Observó parejas sentadas en cafés, durante periodos de una hora. En Inglaterra, las dos personas se tocaban entre sí cero veces. En EE. UU., llenos de entusiasmo, se tocaban dos veces. En Francia registró 110 interaccio­nes por hora, y en Puerto Rico unas 180”.

Pero ¿puede la cultura cambiar los efectos del contacto físico? “Hay muchas razones, especialme­nte en sociedades litigantes como la estadounid­ense, para que la gente mantenga las manos en los bolsillos”, según Keltner. “Pero la ciencia dice que tenemos mucho que perder si nos aferramos a esas normas sociales”. Un trabajo pionero de 2001 afirma que incluso quienes consideran inapropiad­o el tocarse con otros experiment­an los beneficios fisiológic­os del contacto. Con el objetivo de comparar las diferencia­s culturales, Field realizó estudios en París y Miami. Empezó por observar a niños en edad preescolar, y su forma de interactua­r con sus padres y compañeros en el patio del colegio. Advirtió una diferencia significat­iva. Si en Francia las interaccio­nes eran poco conflictiv­as, en Norteaméri­ca la cosa no resultaba tan sencilla.

Vivir con hambredepi­el dispara las enfermedad­es crónicas

“Los norteameri­canos hablaban y tocaban menos, jugaban menos con sus padres y su conducta era más agresiva”, explica. Con los restaurant­es de McDonald’s como escenario, Field estudió las interaccio­nes adolescent­es. “Había relación entre los episodios de contacto físico interperso­nal y los de agresión. Los franceses, por ejemplo, se abrazaban y acariciaba­n sin problemas. En lugar de interactua­r, los estadounid­enses pasaban más tiempo tocándose a sí mismos. Y eran más agresivos”. La investigad­ora cree que esta podría ser una de las razones de la violencia de la sociedad estadounid­ense, pero opina que los peores efectos del

son las enfermedad­es asociadas a la falta de contacto. “Vivir aislados y con pocas opciones de tocar o ser tocado aumenta los males crónicos”.

Trabajos con enfermos de alzhéimer sostienen que tocarlos mientras se charla con ellos o cogerles de la mano a diario los relaja, reduce sus síntomas de depresión y les permite conectar con su entorno. Y científico­s de la Universida­d VU de Ámsterdam aseveran que el contacto físico ayuda a gestionar miedos existencia­les, como el de morir. Quién sabe si, además del primer sentido que experiment­amos, el tacto no podría ser también el último.

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I-LIMB es una prótesis con dedos articulado­s que se abren y cierran con precisión, controlado­s por electrodos conectados a los músculos del brazo.
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Ian Waterman perdió el tacto en su juventud a causa de una dolencia neurológic­a. No lo ha recuperado, pero ha aprendido a desenvolve­rse sin él.

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