3. El boom del ferrocarril (1847)
Durante la euforia económica y técnica del siglo XIX, la llegada de una novedad como el tren de viajeros desató una fiebre especulativa sin precedentes que acabó en una grave crisis.
El mundo civilizado de la primera mitad del siglo XIX vivía una época de bonanza económica. Una racha de excelente meteorología había propiciado la acumulación de buenas cosechas y de suculentos beneficios. Los nuevos inventos minimizaban los costes de construcción y las tasas de interés del dinero estaban en niveles escandalosamente bajos. En ese contexto boyante, la inauguración en 1830 de la primera línea de ferrocarril para transporte de viajeros había encandilado a todo el planeta. Nadie quería perderse la experiencia de viajar en un cacharro de metal impulsado por una máquina de vapor y pronto todo el mundo quiso también par- ticipar de sus ventajas económicas.
No había gobernante que no tuviera en mente la puesta en marcha de una línea de ferrocarril para sus dominios. Los inversores entraban a raudales en las compañías férreas, incluso cuando los proyectos no eran más que anotaciones en un trozo de papel. Las dos compañías más grandes del sector, que ya cotizaban en Bolsa, llegaron a pagar un 10% de intereses a sus accionistas, lo que implicaba cuadruplicar la media del mercado.
La euforia por hacerse con acciones de alguna compañía de ferrocarril parecía no tener límites. En Gran Bretaña, la Fundación de Bancos ofrecía préstamos contra la garantía de acciones ferroviarias. Además, surgieron Bolsas locales (Glasgow, Edimburgo, Bristol) para facilitar la comercialización de las acciones. El fenómeno especulativo fue de tal magnitud, que el Primer Ministro británico de la época, Sir Robert Peel, se planteó la decisión de intervenir en los mercados, aunque no lo hizo más que extraoficialmente ya que, según el Banco de Inglaterra, esa decisión sólo podía provocar pánico.
Un lucrativo camino de hierro. Que las acciones de las compañías de ferrocarril estaban sobrevaloradas era una verdad sabida. En el verano de 1845, algunas ofrecían beneficios de hasta el 500%. Muchas de esas participaciones millonarias pertenecían a compañías que ni siquiera habían puesto un clavo para el inicio de sus proyectos, que atravesaban páramos deshabitados o incluso carecían de autorización. Se proyectaban ferrocarriles para los rincones más recónditos del planeta, y sólo en la pequeña Irlanda había programadas más de 100 líneas.
La realidad era que se compraba la opción a tener esas acciones, pero nadie tenía la intención de pagar por ellas, sino de vender el derecho antes de que se desplomaran los precios. A estos especuladores se les llamó railway stag (venados ferroviarios). Muchos sabían que lo que había detrás de esa euforia era humo. Tanto, que a veces las acciones ni siquiera existían y los casos de corrupción se multiplicaban.
Desplome bancario y bursátil. Era habitual, por ejemplo, la presencia de los mismos administradores en varias compañías, incluso las que aparentemente competían entre sí. Las contabilidades amañadas y la información falsa eran un secreto a voces que la prensa aireaba todos los días en sus portadas. Un informe del Parlamento británico, fechado en junio de 1845, revelaba la identidad de 20.000 especuladores que habían suscrito acciones ferroviarias por valor de 2.000 libras cada una; entre ellos, 157 parlamentarios, 257 clérigos y una gran masa de gente de clase media y baja. Había casos tan extremos como el de unos hermanos que habían suscrito 37.500 libras en acciones y eran hijos de una limpiadora que ganaba una guinea (el equivalente a una libra y veinte chelines) por semana.
En octubre de 1847, el precio de las acciones comenzó a bajar. El 14 de ese mes, un ciudadano identificado como Elliott Bayswater se suicidó en Hyde Park y en sus bolsillos se encontraron documentos relacionados con ferrocarriles de todo el país. Tres días después, el 17 de octubre, el Banco de Inglaterra decidió elevar las tasas de interés medio punto hasta el 3%. La noticia ponía el punto final a la euforia especulativa. Aunque la subida no era muy grande, destrozó las perspectivas de los inversores altamente endeudados, que corrieron a vender sus acciones para hacer frente a los créditos. El desplome fue generalizado. Al día siguiente quebró el Royal Bank of Liverpool. Una semana después, el 23 de octubre, los banqueros en masa acudieron a Downing Street, la sede del gobierno británico, para exigir la suspensión de la ley bancaria y solicitar la posibilidad de acceder a créditos del Banco de Inglaterra.
Tras la debacle, la prensa identificó como causa el error de dejar una obra nacional en manos de las empresas privadas. “Si el Estado hubiera abordado los costes desde el principio, no sólo se habría efectuado más cómoda y económicamente para el país, sino que también hubiera generado mayores ingresos”, decían las crónicas de la época. Pero el desplome bursátil británico no fue el final, sino que dio paso a una aguda y prolongada crisis financiera. Los proyectos ferroviarios lanzados siguieron su curso, pero ante la falta de inversores su deuda se disparó. Los gastos que suponía poner en marcha una nueva línea tuvieron que ser sufragados en muchos casos por los grandes propietarios de acciones, lo que implicó un fuerte descenso de sus riquezas.
De Inglaterra a España. Lejos de aprenderse la lección, la euforia por el ferrocarril continuó en otros países, como fue el caso de España. La Historia se repetía: entre 1856 y 1866 se pusieron en marcha 4.300 kilómetros de vías férreas frente a los apenas 440 que había hasta 1855. Las sociedades ferroviarias fueron financiadas por la banca con una laxitud de crédito sólo comparable a la protagonizada por las inmobiliarias en la primera década del siglo XXI. Entre 1860 y 1864 se creó casi medio centenar de sociedades de crédito en España para financiar proyectos ferroviarios.
Pero, como también ha ocurrido en la última crisis, el dinero no procedía de los bancos españoles, sino que a estos les llegaba de otros prestamistas internacionales; entre ellos, el conocido banco de crédito londinense Overend, Gurney and Co. Su bancarrota, en 1866, tuvo un impacto muy similar al de la caída de Lehman Brothers en 2008. El pánico se desató en todo el planeta. Y, allí donde todavía existía, la burbuja del ferrocarril estalló en mil pedazos.