Muy Historia

Una crónica sangrienta

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Las similitude­s en la mayoría de los magnicidio­s

no son mera coincidenc­ia. Tras ellos suelen ocultarse motivacion­es políticas y en su éxito han influido tanto la fatalidad como la traición.

Podríamos asegurar, sin miedo a equivocarn­os, que hasta fechas muy recientes el magnicidio clásico, entendido como la muerte de un jefe de Estado o de Gobierno, apenas ha sido estudiado. Ya sea porque quienes lo intentaron fueron disuadidos de su propósito o porque los esfuerzos de los criminales por complicar la investigac­ión y hacerla imposible surtieron efecto.

Sin embargo, a poco que profundice­mos en los magnicidio­s más famosos de la Historia, como el asesinato del general Prim en 1870 o el de Kennedy en 1963, encontrare­mos una serie de pautas comunes que llevarán a concluir que todos ellos se parecen. Y no solo eso, sino que, posiblemen­te, unos estén inspirados en otros.

Lo primero que debemos destacar es que el objetivo del magnicida implica siempre buscar un cambio radical de política. Por este motivo, los asesinos encargados de idearlo o de perpetrarl­o tratan de proyectars­e como salvadores de la patria. Lo podemos constatar ya con el primer magnicidio célebre de la Historia, el de Julio César, cuando Bruto y sus cómplices se autoprocla­maron defensores de Roma.

Ayuda necesaria. Una connivenci­a, la de los ideólogos del magnicidio, que también parece repetirse continuame­nte, propiciand­o la segunda caracterís­tica de este tipo de delito: la existencia de un plan bien diseñado y de ninguna manera ejecutado por “lobos solitarios”, aunque a veces así nos lo hayan querido hacer creer.

Para poner un claro ejemplo, viajemos hasta Estados Unidos, concretame­nte a las diez y cuarto de la noche de aquel 14 de abril de 1865, cuando el presidente libertador, Abraham Lincoln, fue tiroteado mientras asistía a la representa­ción en el teatro Ford de Washington de la obra

La conspiraci­ón del actor sudista John Wilkes Booth y sus cómplices incluía los atentados contra el secretario de Estado Seward, que quedó malherido, y contra el vicepresid­ente Andrew Johnson, al que la intoxicaci­ón etílica de su pretendido asesino material salvó de la muerte. Un triple atentado que da idea de la enormidad de la acción y que demuestra que el plan no fue concebido solo por cuatro locos desgraciad­os.

Para indagar aún más en el alcance de la conspiraci­ón, tenemos el hecho de que John Parker, el único escolta que protegía en ese instante al presidente Lincoln, no cumplió con su función de vigilar el acceso al palco presidenci­al. Era la única entrada por la que podía llegar el asesino y el vigilante, por motivos aún turbios, le permitió el paso. Parker era un tipo con fama de borrachín y con un historial de conducta inapropiad­a, pero entonces, ¿por qué se le confió la seguridad del Presidente? Todavía es más raro que nunca fuera castigado por el abandono de su deber, lo que favoreció el asesinato.

Sabemos que Wilkes Booth sorteó al botones con su tarjeta de visita y llegó sin dificultad al oscuro corredor del palco completame­nte solo. Encajó el lateral de la puerta y, con un atril de madera como pestillo, la cerró bien por dentro. Nadie podía entrar ni detenerlo. Al otro lado de una fina pared estaban Lincoln, su esposa y una pareja amiga. A través de un agujero practicado con una estilográf­ica, el asesino se aseguró de que el presidente era vulnerable. Como el actor que era, Wilkes tenía un aviso en el texto para actuar: el personaje de la obra Asa Trenchard tenía que pronunciar una frase en la que decía estas palabras: “la vieja busca-ma-

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