El detonante de Pearl Harbor
El daño provocado por aquel ataque –y la posterior irreductibilidad nipona– inició la cuenta atrás para que EE. UU. lanzara la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki.
Tora!, ¡Tora!, ¡Tora! El comandante de la aviación japonesa Matsuo Fuchida ha ordenado a su operador de radio que lance este mensaje en clave. A bordo de su bombardero Nakajima B5N está sobrevolando la isla hawaiana de Oahu y acaba de comprobar que reina la tranquilidad sobre el puerto de Pearl Harbor, la principal base de la Marina estadounidense en el Pacífico. Las tres palabras significan que la sorpresa es total y que el ataque japonés puede comenzar.
Es domingo y nadie piensa en el lado americano que Japón vaya a dar el paso de entrar en guerra. Pero este 7 de diciembre de 1941, los nipones han decidido poner toda la carne en el asador. Más de 350 aviones japoneses lanzan sus bombas casi sin oposición contra lo más granado de la flota yanqui: ocho acorazados, de los cuales cuatro son hundidos y otros tres severamente dañados. El resultado más importante ocurre en el USS Arizona, uno de los grandes orgullos de la Marina americana: la explosión de su santabárbara provoca 1.177 muertos (había 1.512 marineros en el momento del ataque), la mitad del total de fallecidos estadounidenses en todo el ataque.
Expansión nipona. La victoria japonesa es absoluta y se convierte en la primera parte de una rápida ofensiva para apoderarse del océano Pacífico y sus principales puntos estratégicos. Sólo horas después, las tropas del emperador Hirohito ya inician la invasión de las islas Filipinas. Hay planes muy consolidados detrás, lo que confirma los peores temores sobre el expansionismo de Japón. Había comenzado, de hecho, en 1937, con la invasión de Manchuria, como parte del intento por controlar China, con la que entra en guerra. En 1940, Japón ocupa Indochina. Tokio busca rodear a Pekín pero también las riquezas naturales del sudeste asiático, como el caucho o el petróleo. La idea es depender menos de Estados Unidos, su gran proveedor de oro negro. Estas zonas, bajo el dominio colonial de ingleses u holandeses, han quedado algo huérfanas ante la urgencia de la guerra contra Hitler. Estados Unidos, que hasta ahora sigue siendo neutral, sí ha trasladado su flota del Pacífico más cerca de los escenarios conflictivos: de San Diego ha sido llevada hasta la base hawaiana de Pearl Harbor. Por ello Japón se
ha sentido en la necesidad de atacarla.
América ya sólo puede entrar en la guerra contra Japón, algo que quería evitar. Lo anuncia al día siguiente de Pearl Harbor el presidente Franklin Delano Roosevelt, tras un discurso en el Congreso en el que condena el “ataque no provocado y cobarde”, además de subrayar que el 7 de de diciembre será “una fecha que perdurará en la infamia”, por lo que su intervención se bautizará como “Discurso de la infamia”.
La entrada del gigante americano en batalla desata un efecto dominó, que supera el teatro del Pacífico. Los coaligados de japoneses y americanos empiezan a declararse la guerra mutuamente, y el conflicto se mundiali-
za. Churchill, que deseaba desde hace más de un año la entrada de Estados Unidos en la contienda porque cree que resultará decisiva para la victoria aliada, llega al extremo de declarar la guerra a Japón antes que la propia América, a pesar de que Roosevelt le ha pedido que espere a que él lo haga primero. La Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, por su parte, oficializan su enfrentamiento con Estados Unidos el 11 de diciembre, acudiendo en apoyo de Japón, el otro integrante del Eje.
El Pacífico se tiñe de amarillo. Los primeros compases de la guerra en Asia son muy favorables a Japón, que además de invadir Filipinas hace lo propio con Tailandia, Malasia y Hong Kong. Esta última es entregada por sus ocupantes británicos el día de Navidad. Al comenzar 1942 también cae Singapur, otra colonia británica. En Filipinas, la batalla de Bataan, vencida por los japoneses, da lugar al terrible episodio de la Marcha de la muerte: el traslado forzoso de 75.000 prisioneros de guerra (60.000 filipinos y 15.000 estadounidenses) a la capital de la región de Bataan, recibiendo un trato inhumano.
Por su parte, Gran Bretaña y Holanda ven cómo sus posesiones en el Asia Oriental caen cual castillo de naipes. Los japoneses ponen cerco incluso a Australia, al establecer una base en Nueva Guinea desde la que lanzan
raids aéreos contra la isla-continente. Como una gran cantidad de efectivos australianos también están participando en la guerra contra Hitler en Europa y el norte de África, los japoneses se plantean invadir Australia. El Pacífico se tiñe de amarillo y Estados
Unidos, tras Pearl Harbor, no consigue reaccionar adecuadamente. La división del mando marítimo entre el general McArthur y el almirante Nimitz no ayuda.
El momento decisivo llega cuando la Armada japonesa intenta atacar Port Moresby, en Nueva Guinea, para controlar toda la isla vecina de Australia. Los mensajes preparatorios japoneses son interceptados y decodificados, de forma que Nimitz tiene tiempo de plantear la defensa para no perder una isla de enorme importancia estratégica. El enfrentamiento entre portaaviones japoneses y estadounidenses en mayo (la Batalla del Mar del Coral) marca el inicio de un nuevo tipo de guerra naval, en la cual los barcos no se llegan a ver y menos a dispararse. Son los aviones de cada bando quienes atacan. Los americanos, con una cadena de mando más eficaz sobre el terreno frente a la más alejada y lenta de los japoneses, consiguen detener la invasión, aun a costa de grandes pérdidas materiales y humanas.
Derrota naval japonesa. Es en el Mar del Coral donde empieza a cambiar el signo de la guerra, un giro que se acentúa en la batalla de Midway, en el mes de junio. Japón intenta hacer caer en una trampa a la flota americana para destruirla, pero otra vez la decodifi- cación de las comunicaciones proporciona información valiosísima a la US Navy: conociendo la fecha del ataque, es ella la que tiende una emboscada a la Armada imperial, y le inflige una durísima derrota (3.000 muertos japoneses por 300 americanos).
Últimas acciones expansionistas. A partir de entonces, los aliados tendrán la iniciativa. La batalla de Guadalcanal (en las islas Salomón) supone su primera gran ofensiva, entre agosto de 1942 y febrero de 1943. El plan es controlar islas cercanas a Japón, para lanzar constantes ataques aéreos sin recurrir a la invasión. Los movimientos bélicos se tornan lentos, ya que Estados Unidos prioriza la reconstrucción de su flota. El esfuerzo de su industria de guerra resultará mucho más efectivo que el de la japonesa. Así, EE.UU. acentúa la guerra submarina, muy negativa para la marina mercante nipona.
Aun así, Japón consigue vencer en la larga campaña de invasión de Birmania (más de un año de lucha) y se atreve a lanzar desde allí un ataque contra la India británica, que resultará excesivo para sus capacidades. Este, más una contraofensiva en China en 1944, son las últimas acciones expansionistas de las que el ejército japonés se muestra capaz.
Mientras, Estados Unidos va cerran- do su tenaza al instalar una base en la isla de Saipán (archipiélago de las Marianas), tras una dura batalla a mediados de 1944. Desde ella los americanos invaden las Filipinas en el otoño de ese mismo año. El general McArthur se moja hasta las rodillas para desembarcar por su propio pie en su retorno a las islas de las que había tenido que huir dos años antes.
Al comenzar 1945, el acercamiento estadounidense a Japón entra en su fase final. Se escogen como objetivos las islas de Iwo-Jima y Okinawa para utilizarlas como bases aéreas desde las que bombardear las grandes islas japonesas. Su ocupación desemboca en sendas y sangrientas batallas para los dos bandos, aunque peores para Japón, perdedor en ambos casos y con más de 100.000 caídos en total.
Proyecto atómico. Los alicaídos japoneses se encuentran en una situación cada vez más penosa, con considerables problemas económicos internos y un ejército diezmado. La situación no hace sino empeorar para ellos cuando Hitler es derrotado en Europa y la URSS se suma a la guerra del Pacífico. Lo hace invadiendo Manchuria, que Japón había controlado durante ocho años, con un millón de hombres. Es el principio del fin para el imperio del Sol Naciente.
El 17 de julio se reúnen en la ciudad alemana de Potsdam el presidente Harry Truman (que ha sustituido al fallecido Roosevelt), el de Gran Bretaña, Winston Churchill, y el de la República de China, Chiang Kai-shek. Esta cumbre diplomática quiere exigir con el mayor altavoz posible la rendición de Japón. Pero lo que poca gente sabe es que un día antes Estados Unidos ha
probado con éxito un arma que sólo este país posee: la bomba que libera energía atómica, con una capacidad de destrucción que multiplica todo lo conocido. El 26 de julio, los tres líderes emiten una declaración en la que piden la “rendición incondicional” de Japón. Si no, la alternativa será su “rápida y total destrucción”. El texto no hace ninguna referencia expresa a la decisiva arma.
Previamente, Estados Unidos ha manejado alternativas para alcanzar la derrota definitiva de Japón. La más obvia era la invasión, pero tras las duras batallas en Iwo-Jima y Okinawa, atacar el corazón del territorio japonés se adivina como una penosa tarea en la que morirán muchos más soldados americanos, a sumar al costoso peaje humano que está suponiendo la guerra en el Pacífico. Se ha contemplado también la utilización de gas venenoso. Mientras se toma la decisión, Estados Unidos incrementa su campaña de
raids aéreos contra Japón.
Destrucción masiva. Finalmente, tanto el jefe del Estado Mayor del ejército americano, George C. Marshall, como el propio Truman optan por un mortal artefacto que, desde 1939, un puñado de los mejores físicos del mundo ha desarrollado en el laboratorio se- creto de Los Alamos, en Nuevo México: la bomba atómica. La demostración de su poder de devastación ha de llevar a una rendición rápida de Japón.
El blanco se elige entre las ciudades menos bombardeadas para poder calibrar su auténtica eficacia. Una de las posibilidades es Kioto, de gran simbolismo, sustituida a última hora por Nagasaki. Los proyectiles llegan en barco a la isla de Tinian (las Marianas) y el 6 de agosto el bombardero americano Enola Gay parte cargado con una de ellas hacia Hiroshima, el primer objetivo. Por la diferencia horaria, sobrevuela Japón cuando ya es el 7 de agosto y a las 8:15 deja caer la bomba. Tarda 43 segundos en caer y detonar. Mueren 70.000 personas, el 30% de la población de Hiroshima. Muchas más morirán por los daños sufridos o el cáncer provocado por las radiaciones atómicas.
A pesar del horror, las autoridades japonesas no reaccionan. Dos días después, Truman ordena un segundo ataque atómico. El objetivo inicial es la ciudad de Kokura pero, a causa de la nubosidad sobre ella, el capitán del bombardero Bockscar ha de poner rumbo al segundo blanco, Nagasaki. Allí también hay nubes, pero un pequeño claro cuando el avión está a punto de abandonar su objetivo le permite lanzar el mortal proyectil. El total de fallecidos será, a finales de 1945, de 80.000 personas.
El cálculo de que la devastación acabaría por rendir a Japón se demuestra al fin correcto. El 14 de agosto, el emperador Hirohito acepta la rendición: “Si continuáramos luchando, no sólo se conseguiría el colapso y la aniquilación final de la nación japonesa, sino que también podría conducir a la extinción total de la civilización humana”.