EJEMPLARES
LA moderna fiebre de la ejemplaridad se manifiesta de muchas maneras y todas ellas remiten a un puritanismo de corte vagamente ideológico, que ya no dicta sus condenas en razón o sinrazón de los prejuicios religiosos pero se acoge a la misma superioridad moral de los reverendos de antaño. Amparados en sus certezas irrefutables, los fiscales de la corrección –o sea de la ortodoxia– escudriñan no sólo las manifestaciones públicas, sino las conversaciones particulares u otros aspectos de la vida privada o íntima, tanto de los contemporáneos como de sus predecesores, a quienes se permiten juzgar con el mismo rigor y la misma estrechez de miras. Retrógrados en sentido inverso, los nuevos inquisidores parecen incapaces de entender que en otros tiempos rigieran otros valores, sea porque los ignoran o porque viven en una realidad tan plana que la complejidad del pasado les parece escandalosa, incomprensible o inimaginable. No es que no haya que enfrentar tanto ese pasado como el presente desde una mirada crítica, pero hacerlo implica analizarlo, contraponer perspectivas, usar de argumentos racionales –es decir sujetos a discusión– que no son compatibles con la pureza del dogma. No deja de ser curioso el modo en que los supuestos paladines de la insumisión, la rebeldía y el inconformismo se han sometido a una especie de difuso e invisible santo oficio que defiende abiertamente la censura y persigue las desviaciones con un celo fanático.
Surgida del basural de las redes sociales, la llamada cultura de la cancelación se extiende por los departamentos universitarios y afecta no ya al terreno de la historia, sino también a los del arte, la filosofía e incluso la ciencia, donde llegaremos a escuchar que las matemáticas son culpables. Una mezcla de resentimiento, arrogancia y afán justiciero guía a un ejército, en buena medida amparado por el anonimato, que ejerce como policía del pensamiento con la inestimable ayuda de los sicofantes. Hasta la incapacidad para el humor los asimila a la vieja tradición integrista, del mismo modo que el exhibicionismo de la virtud o el ejercicio de la intransigencia. Convertidos en siniestros perseguidores, los dispensadores de anatemas han renunciado a la persuasión, pues se apoyan en grupos homogéneos que no pretenden expresar el desacuerdo ni aspiran a convencer, sino a castigar a los que se salen del tiesto. Creen representar el bien con mayúsculas y todo lo que no se ajuste a sus postulados es para ellos objeto de desprecio. Su cruzada tiene el doble y perverso efecto de contaminar las causas justas y de dignificar a los individuos verdaderamente peligrosos como improbables mártires de la disidencia.
Los nuevos inquisidores no aspiran a convencer, sino a castigar a los que se salen del tiesto