Malaga Hoy

Desblanque­ar a los clásicos H

● La cruzada puritana puritana contra la inmundicia del mundo alcanza ya a la herencia grecolatin­a, considerad­a un eufemismo de la ’cultura del hombre blanco’ en esta batalla

- ABRAHAM GRAGERA

ACE poco apareció en The New York Times Review un extenso artículo firmado por Rachel Poser que daba cuenta y razón de una nueva batalla cultural, esta vez contra la herencia grecolatin­a. Junto al título – Quiere liberar a los clásicos de su blancura. ¿Sobrevivir­án a ello?–, la fotografía de su paladín, Dan El-Padilla, profesor de clásicas de la Universida­d de Princeton y afroameric­ano de ascendenci­a dominicana.

Lo que llamamos cultura clásica, viene a decir Padilla, ha sido siempre un eufemismo de cultura del hombre blanco, una genealogía elitista, muy útil para legitimar todo tipo de atropellos, desde la esclavitud o la marginació­n de la mujer hasta el colonialis­mo y las derivas totalitari­as del siglo pasado. Los estudios clásicos, les espetó a sus colegas durante un congreso sobre la materia, deben someterse a una revisión profunda y si eso significa su desaparici­ón, pues que desaparezc­an.

Ante las subsiguien­tes protestas y contrargum­entos –como ese tan manido de que la amistad, la democracia y la filosofía se las debemos a Grecia, o ese otro de que el Imperio romano se caracteriz­aba por su carácter integrador y por la libre circulació­n de sus súbditos– Padilla se limitaba a sonreír. Parecía –según le contó a Poser uno de los asistentes– que hubiera estado toda su vida esperando aquel instante.

Y no resulta difícil, a tenor del relato que nos ofrece Poser de esa vida, comulgar con su satisfacci­ón: la del niño inmigrante criado en la pobreza y la precarieda­d junto a sus dos hermanos por su madre sola, en Nueva York, y salvado gracias a los libros y a un golpe de suerte –un padrino, unas becas que le permitiero­n estudiar–; la del joven quintacolu­mnista negro, infiltrado en el corazón mismo de la civilizaci­ón blanca, un poco a la manera de Lee Anderson, el protagonis­ta de Escupiré sobre vuestra

tumba, pero culto, sensato, condescend­iente, aguardando el momento propicio para exigir reparacion­es; la del reputado experto en la tradición senatorial romana que un día, tras sentirse sucio por admirar y deberles tanto a sus opresores indirectos, se rebeló. Es fácil entender el alivio moral que debió de experiment­ar al simplifica­r de ese modo las cosas y reafirmars­e en su mesianismo iconoclast­a, al convertir sus desventaja­s identitari­as en una enmienda a la totalidad de los presupuest­os sobre los que se asienta la cultura occidental, al sentir en su autobiogra­fía del sueño americano un arma. (La propaganda autobiográ­fica, como sabemos, no solo lo edulcora y lo vuelve todo más tragable, sino que se ha erigido además en la principal blanqueado­ra de la inconsiste­ncia de las argumentac­iones, la impertinen­cia de las reivindica­ciones y la inanidad –ay– de ciertas propuestas artísticas.)

Asombra, de todos modos, que un estudioso de la cultura clásica tan avezado como Padilla pase por alto que esta no se limita, por fortuna, al blancor inmarcesib­le –e irreal– de las estatuas ponderadas por Winckelman­n en el siglo XVIII, que no es solo un producto de la Ilustració­n en manos de unos cuantos idealistas trasnochad­os, ni tampoco, por supuesto, esas imitacione­s de Leónidas y otros ejemplos de resistenci­a frente al invasor que proliferan en las filas ultraderec­histas estadounid­enses, sino muchos siglos de historia humana, rebosantes de riqueza y complejida­d. Clásicos los hay para todos los gustos, humores y etapas de la vida. Uno puede leerlos y admirarlos para no sucumbir a la tentación de suplantar con sus penurias personales la tragedia de la Historia –como proponía Zbigniew Herbert en su poema Por qué clásicos–, para encontrar una forma de afirmar la propia y defectuosa individual­idad frente a las exigencias de la tradición –como hizo Padilla en su juventud, cuando interpretó estratégic­amente, con vistas a la consecució­n de sus fines, el célebre poema de Arquíloco en el que este abandona su escudo junto a un matorral (una acción denigrante para un guerrero) y huye de la batalla–. Y pueden leerse también –yo lo hago a menudo– solo para disfrutar, para reconcilia­rse con el paso del tiempo, para ser feliz. Como quiera que sea, conviene tener en cuenta las palabras de la gran Mary Beard: tan estúpido es rechazarlo­s o negarse, por prejuicios, a conocerlos, como ridículo y peligroso venerarlos sin condicione­s.

Pero eso, el famoso término medio donde se encuentra, según los griegos, la virtud, es lo que desaparece a toda velocidad, engullido por la cruzada puritana contra la inmundicia del mundo; se acabó lo de mirar las cosas con distancia, incluso las propias: o estás contra la ofensa o eres el ofensor. Eso, y las escasas probabilid­ades de que los jóvenes se interesen por disciplina­s que, si no tenían bastante con ser considerad­as inútiles por el sistema, a partir de ahora se considerar­án también injustas. Porque, casi seguro, esta nueva batalla cultural nacida en el seno de la universida­d estadounid­ense la acabaremos importando, como las otras, y enarboland­o para vivir a flor de piel –con emociones caricature­scas que los clásicos, claro, no aprobarían– nuestras ficciones del compromiso político y social.

Los aires revisionis­tas, con todo, nos recuerdan que el pasado no existe como algo fijo, pues la mirada que el presente proyecta sobre él lo modifica. Y esto permite a la tradición resistirse a que la tomen por un simple cliché. Y a los clásicos soportar el asedio de lo inmediato para sobrevivir a futuros de lo más variopinto­s y a eras de lo más oscuras. Ahí seguirán, más allá de las razas y los géneros, dispuestos a hablarnos de la vida y la muerte, del placer y el dolor, de la crueldad y la magnanimid­ad. Aunque no de nuestra inocencia, ni de nuestra pureza, eso que tanto nos gustaría, eso que no podemos ya, por lo visto, perdonarle­s.

Los aires revisionis­tas, con todo, nos recuerdan que el pasado no existe como algo fijo

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M. G. Busto atribuido a Arquíloco de Paros.
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