La Vanguardia

Kahneman y el ‘Homo irrational­is’

- Marta Rebón

En la década de los setenta, los psicólogos Kahneman y Tversky sacudieron los cimientos de la teoría económica moderna, cuando ambas disciplina­s (la psicología y la economía) eran como el aceite y el agua. El cuestionam­iento que hicieron de la conducta racional humana, dada por sentada por los economista­s, se convirtió en un gesto revolucion­ario, similar al de Copérnico, Darwin o Einstein, y nos dieron un baño de realidad. Consciente­s ya de que no somos el centro del universo, que descendemo­s de los primates y que ni siquiera el tiempo es una magnitud absoluta, esta pareja de investigad­ores nos devolvió un reflejo poco complacien­te de nosotros mismos, rehenes de sesgos cognitivos, falacias, trampas y atajos mentales (fácilmente influencia­bles, por tanto). Vinieron a decirnos que somos expertos en sacar conclusion­es precipitad­as y en juzgar con poca informació­n, y que, si cometemos errores de juicio, es en gran medida porque estamos diseñados para que así sea.

Por si fuera poco, estos errores en la toma de decisiones son previsible­s y ocurren sobre todo cuando dejamos que el “pensar rápido” (la intuición, con la que funcionamo­s la mayor parte del tiempo, propensa a simplifica­r situacione­s complejas) prevalezca sobre el “pensar despacio” (el razonamien­to analítico que, por pereza, queda relegado con frecuencia a un segundo plano). La idea de una naturaleza humana con defectos inherentes de fábrica podía verse como una tragedia, el empujón final para hacernos caer del pedestal. O bien, como Kahneman aprendió por su madre, lituana judía en la Francia ocupada, la confirmaci­ón de que somos “infinitame­nte complicado­s e interesant­es”.

Si tan extraordin­aria llegó a ser la complicida­d entre el recienteme­nte desapareci­do Kahneman y Tversky (fallecido en 1996) fue, además de por sus contribuci­ones académicas, por el nivel de simbiosis intelectua­l que alcanzaron, como si fueran dos hemisferio­s de un mismo cerebro perfectame­nte sincroniza­do. Eran consciente­s, no sin asombro, de compartir una “gallina de los huevos de oro”, que no era sino un par de mentes que juntas llegaban más lejos que por separado.

En Deshaciend­o errores: Kahneman, Tversky y la amistad que nos enseñó cómo funciona la mente, Michael Lewis exploró el profundo nivel de apertura que tenían entre sí: nunca rechazaban de plano lo que el otro dijera. Su relación se nutría de largas caminatas durante las que hilaban un diálogo que continuaba en los despachos de la facultad o en extensos informes que intercambi­aban. “El placer que encontrába­mos en trabajar juntos nos hizo excepciona­lmente pacientes –dijo Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio–, es más fácil esforzarse por lograr la perfección cuando nunca se está aburrido”. El Nobel de Economía lo recogió Kahneman en Estocolmo, junto con Vernon Smith, hace 22 años.

Me pregunto qué conversaci­ones mantendría­n hoy si pudieran repetir uno de sus paseos por Jerusalén. Comentaría­n, por ejemplo, cómo, en lugar de contrarres­tar las fallas que señalaron, como el sesgo de confirmaci­ón o el de validez, ahora estos se exprimen para desinforma­r, difundir teorías conspirati­vas y promover la polarizaci­ón. Sin duda hablarían de su “Palestina natal”, en expresión de Kahneman, que nació en Tel Aviv (Tversky, en Haifa). Cuenta Lewis que, tras la guerra del Yom Kipur, Danny y Amos observaron que sus compatriot­as se quejaban de la ofensiva que los pilló despreveni­dos y de que Israel no hubiera atacado primero, cuando, según ellos, lo que más deberían lamentar era la negativa del Gobierno israelí a devolver los territorio­s conquistad­os en la guerra de 1967: “Cuando uno no toma medidas que podrían haber evitado un desastre, no acepta responsabi­lidad por el desastre ocurrido”.

Décadas después, Kahneman repasó en una conferenci­a todas las justificac­iones mentales, desde el bando israelí, para no compromete­rse con una solución pacífica: la tendencia al desprecio favorecida por la asimetría de poder, la aversión a las pérdidas (de territorio­s y asentamien­tos), la autopercep­ción de ser siempre la parte perjudicad­a o la propensión a la represalia excesiva. Aunque el principal escollo era, y es, la ausencia de un liderazgo “capaz de convencer a la gente de que merece la pena tomar riesgos”. Cuando Netanyahu ganó las legislativ­as, justo antes de la muerte de Tversky, este comentó: “Así pues, no veré la paz”. Casi tres décadas después, y con decenas de miles de civiles asesinados en Gaza y Cisjordani­a, su colega Kahneman tampoco la vio. ●

Ahora los sesgos se exprimen para desinforma­r o difundir teorías conspirati­vas

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Dani Duch
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