La Vanguardia

La huelga que cambió un país

Hace cuarenta años, los mineros británicos desafiaron a Maggie Thatcher y perdieron; las heridas siguen todavía abiertas

- R f l R m s Glynneath (Gales). Correspons­al

La mina de Aberpergwm, treinta kilómetros al norte de Swansea, es lo más cerca que hay en estas tierras a un viaje al pasado. La única de profundida­d que continúa abierta, tras numerosos cierres, quiebras y vicisitude­s, ahora bajo propiedad privada, guarda en sus entrañas como un tesoro que nadie quiere ocho millones de toneladas de antracita de calidad superior, el único lugar de Europa Occidental donde aún se extrae.

Pero, sobre todo, es un homenaje a los tiempos en que el carbón fue el motor de la revolución industrial. Gales recibió un enorme flujo de población, un cuarto de millón de personas llegaron a trabajar en las minas, y lugares hoy en día deprimidos como Glynneath, Blaenavon, Merthyr Tydfil y el valle de Rhondda no solo eran prósperos, sino que sus nombres resultaban familiares en los más remotos confines del imperio. Sin el carbón, piensan algunos historiado­res, Cardiff sería todavía un pueblo y el país tal vez una provincia rural del oeste de Inglaterra, como Cornualles.

En 1900, de las minas de los valles galeses surgía una tercera parte de las exportacio­nes globales de carbón, y la demanda para alimentar fábricas, locomotora­s o barcos de vapor era insaciable. La industria fue nacionaliz­ada en 1947, tras la II Guerra Mundial, y para 1984, cuando comenzó la gran huelga de los mineros, ya estaba en plena crisis, habían cerrado numerosos pozos y la reducción de la semana laboral a tres días para ahorrar electricid­ad había sido un factor decisivo en la caída del gobierno conservado­r de Edward Heath. Aun así, eran el corazón de muchas localidade­s.

Tras los frágiles y convulsos gobiernos laboristas de Harold Wilson y James Callaghan, en 1979 llegó Margaret Thatcher con el firme propósito de acabar con unos poderosos sindicatos que tenían en jaque a la nación, cerrar todas las minas que no fueran rentables (la mayoría, cada tonelada de carbón que se extraía costaba cuatro libras de la época por contribuye­nte) y transforma­r la economía del Reino Unido de las manufactur­as a los servicios.

Lo que siguió fue una guerra desigual y fratricida, por un lado , entre los obreros y el gobierno (que previniend­o lo que se avecinaba había almacenado todo el carbón que había podido) y, por otro, entre los propios mineros (los más radicales de Yorkshire contra los más moderados de Nottingham­shire y Derbyshire, los que querían la huelga y los que no). Se acuñó el término scab (‘esquirol’) para estigmatiz­ar a quienes acudían a trabajar en contra de las órdenes del sindicato. Las imágenes de cargas policiales con porras y caballos, como la de Orgreave en junio del 1984 (con un balance de 123 heridos y 90 detenidos), dieron la vuelta al mundo.

Políticame­nte, se convirtió en un pulso entre Thatcher, que contaba con el apoyo de la mayoría de los votantes, y el presidente del Sindicato Nacional de Mineros, Arthur Scargill, quien utilizó el conflicto para intentar hacer caer el gobierno en una guerra ideológica y de clase, los obreros contra el Estado capitalist­a (nunca quiso someter la huelga a votación entre los propios mineros, temiendo no obtener el apoyo del 55% que requería para que se llevara a cabo). Nombres como Cottonwood, Thoresby, Easington, Ollerton, Orgreave, Annesley o Shirebrook, hoy nada más que pequeños puntos en el mapa, pueblos dejados de la mano de Dios, estaban constantem­ente en las noticias como escenarios de parones laborales, enfrentami­entos y sangrienta­s batallas campales.

Para muchos la huelga de 1984 es un vago recuerdo, o una historieta que cuentan sus padres y abuelos, pero está muy presente en el cine (películas de Ken Loach), el teatro, la poesía y la música, igual que la condición de las clases trabajador­as inglesas había sido antes el hilo de la novela El camino a Wigan Pier, de Orwell. Elton John compuso para el musical Billy Elliot un tema cuya letra dice: “Feliz Navidad, Maggie Thatcher, todos la celebramos hoy porque significa que tu muerte está un poco más cerca...”. El día que falleció, muchos exmineros y exobreros montaron grandes fiestas, y en la sala en que se representó la obra los productore­s preguntaro­n al público si querían que se cantase la canción o se suprimiera por respeto. Solo tres votaron por esto último, y se largaron.

El que era líder laborista hace cuatro décadas, Neil Kinnock (que representa­ba el ala moderada del partido frente al grupo radical Militant, con Liverpool como bastión), intentó ejercer de mediador entre Scargill y los mineros que exigían que la huelga se votase, o directamen­te no la querían, pero los ánimos estaban demasiado crispados, y los más duros acusaban a los otros de cobardes y afeminados. No hubo margen para el compromiso.

Hoy los pueblos mineros del País de Gales, Lancashire o Yorkshire, son meras sombras de lo que fueron, sitios deprimidos con un enorme paro y dependenci­a de los subsidios sociales, sin aquel espíritu de comunidad y solidarida­d que les permitió sobrevivir a las huelgas (las ayudas llegaron desde Francia, Alemania, Italia e incluso la Unión Soviética, y ahora una delegación de mineros galeses ha viajado hasta Kyiv para devolver el favor, en un convoy lleno de medicinas y alimentos para sus colegas en guerra). Un paisaje desolador de pubs y comercios cerrados, hombres pasando las horas sin hacer nada, tiendas de todo a cien, supermerca­dos con productos polacos y niños desnutrido­s. Una de las grandes paradojas de la historia es que muchos de los que desafiaron a Thatcher, y sus hijos, no quieren inmigrante­s, votaron en el 2016 por el Brexit y en el 2019 a Boris Johnson, y ahora apoyan la extrema derecha y se dejan rogar incluso por Reform, el partido xenófobo de Nigel Farage. Igual que los votantes trumpistas de Ohio o Michigan, se sienten traicionad­os por el sistema.

Thatcher y el capitalism­o ganaron la guerra a Stargill, dejaron los sindicatos en una sombra de lo que habían sido, y cientos de miles de mineros (25.000 en Gales) se quedaron sin trabajo. Unos pozos cerraron inmediatam­ente, otros en los siguientes meses, años y décadas, en un proceso de desindustr­ialización que cambió el panorama político y el tejido social e industrial del país y abrió heridas que aún no han cicatrizad­o.

La última mina de carbón de profundida­d inglesa, la de Kellingley, cerró en el 2015. En Gales queda la de Aberpergwm, cerca de Glynneath, un esqueleto de lo que fue y un viaje no solo al pasado, sino también al futuro, un espejo de lo que era el Reino Unido hace cuarenta años, y de lo que será dentro de otros cuarenta si no se moderniza y hace la transición hacia otras industrias y un modelo económico más efectivo. ●

De no ser por el carbón, Gales podría ser hoy un condado rural más del oeste de Inglaterra, como Cornualles

Bastantes de quienes desafiaron a Thatcher son antiinmigr­ación y se han pasado ahora a la extrema derecha

 ?? Alai  Nogues / Getty ?? Prote ta  Mineros lanzando piedras a la policía en Woolley, en el norte de Inglaterra, el 1 de octubre de 1984, en pleno conflicto con el gobierno
Alai Nogues / Getty Prote ta Mineros lanzando piedras a la policía en Woolley, en el norte de Inglaterra, el 1 de octubre de 1984, en pleno conflicto con el gobierno

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