La Vanguardia

Elecciones en la ciudad-estado

- Carlos Aragonés Diputado y jefe de gabinete de la presidenci­a con José María Aznar

Mientras escribo este rápido artículo en el Congreso, pregunta un afamado diputado, entre aplausos de su bancada, por cómo es posible que el candidato favorito de las urnas madrileñas luzca el lema de “Comunismo o libertad”, a estas alturas de la historia y estampado por los andenes del metro madrileño.

La intriga del parlamenta­rio barcelonés se supone un tanto retórica. Pero ahí queda la cuestión, la de quienes se extrañan en volver a ver un “eslogan tan retro”, la inquietud de si vivimos una posible vuelta atrás.

Madrid es la ciudad más conocida de España, sin duda. Se habla y se viaja a la capital en cantidad incomparab­le a otras grandes ciudades. No se está en el centro geográfico en vano. Muchísimos españoles harán bien en pensar que tienen una opinión fundada del estilo de vida de una región urbana, donde casi siete millones de personas pueblan poco más de ocho mil kilómetros cuadrados. Llevan razón y poco van a descubrir de labios ajenos.

Pero, para los inquietos por los retrocesos en civilidad, valga este par de cifras para aquietar las cosas. ¿No pesarán los números más que cualquier afición a la querella política, en el hecho de que, desde el primer minuto de pandemia, la Puerta del Sol haya arrastrado los pies ante los cierres perimetral­es del Gobierno? A la vista de las encuestas, parece que esta insólita posición política se tomó no sin una complicida­d profunda con esos millones de confinados, al menos en número bastante como para confiar el 4 de mayo en una política apenas conocida hasta el año de la pandemia.

Segurament­e, Madrid no sea el crisol de provincias que se quiso en tiempos de Galdós, o luego bajo el general Franco. Ni siquiera alcance en encuestas a ser una muestra muy representa­tiva de la opinión pública. Pero más inverosími­l aún resulta decretarla alejada de la media española, como está de moda proclamar en mi Parlamento. De ser así, la última de las autonomías oficiales viviría de espaldas a la sensibilid­ad y pensamient­o del país auténtico y verdadero.

Y la revelación política del año de los lazaretos urbanos no pasaría de ser un fenómeno publicitar­io, como el cartel del metro, mera expresión de un estado de cosas manipulado. Una suerte de fake new difundida por un consorcio de oscuros intereses. Por los venidos al territorio de la baja fiscalidad, más los grandes de siempre, los crecidos gracias a la ventajosa posición del efecto sede.

Queda algo menos conspirati­va, o más ajustada a la realidad, la petición que otra diputada amiga desliza amistosame­nte a sus compañeros, la de tomar nota, como antigua periodista que fue. La nota personal e intransfer­ible de cómo se vive y piensa en esta metrópoli española, que desborda día a día los estrictos límites del clásico mapa provincial, por si algo de ello pudiera ocurrir en sus respectiva­s circunscri­pciones, aunque solo fuera por evitarlo a tiempo, solo aquellos que se muestren inquietos con las novedades de Madrid.

Es inverosími­l decretar a Madrid

alejada de la media española como está de moda

proclamar

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