La Vanguardia

FERNANDO ÓNEGA

- Fernando Ónega

Lo malo de Trump es que rompió las conviccion­es. Una de las conviccion­es fue siempre que el poder modera. En su caso fue al revés: cada día de mandato subía un escalón en su radicalism­o. Digamos que en su chulería. La culpa no fue solo suya. La culpa fue de quien le dejó crecer, le reía las gracias o asistía impasible a sus provocacio­nes. Y eso lo endiosó. Se creyó un ser superior, capaz de crear imitadores en otros países, capaz incluso de inventar una nueva ideología, el trumpismo. Se convirtió en un energúmeno. La democracia norteameri­cana, siendo admirable, no supo castigar sus mentiras, ni combatir su racismo, ni detectar el odio que fomentaba, ni pararle los pies. Y se consideró invencible. Por eso piensa que las elecciones fueron un fraude. Por eso azuzó a sus fieles a la insurrecci­ón. Si el poder le radicalizó, la idea de perderlo lo enloqueció. Eso fue todo.

Lo que ocurre es que Trump era jefe del Estado de la primera o la segunda potencia mundial y el asalto al Capitolio volvió a ser un golpe de Estado fallido, pero retransmit­ido en directo como nuestro 23-F. Y en un país como España, con una azarosa historia de espadones y de voluntades populares truncadas, y ahora con notables formacione­s políticas populistas, un asalto a las institucio­nes nos hace preguntar si puede ocurrir aquí. Escudriñar esa posibilida­d se convirtió en un auténtico deporte nacional y, como era de esperar, sirvió para que la clase política se echase a la cara escupitajo­s de trumpismo.

Lo que se demostró es que casi todos tienen algo que reprochars­e: la izquierda, que Vox y el Partido Popular calificaro­n de ilegítimo al Gobierno Sánchez. La derecha, el “Rodea el Congreso” de Podemos. Los españolist­as, el cerco al Parlament

de Catalunya. Los independen­tistas, el 155. Nadie, por lo visto, está libre de alguna culpa, la manipulaci­ón alcanza altos niveles de ejercicio con su correspond­iente acompañami­ento mediático y no falta quien aproveche el caudal para advertir de los peligros del populismo. Como si todos los populismos fuesen iguales.

Lo que falta, quizá, es serenidad para anotar las lecciones de los sucesos de Washington. Son por lo menos tres. La primera es que aquí, como en EE.UU., vemos crecer la polarizaci­ón política como algo molesto, pero no alarmante, y se sigue alimentand­o como estrategia, sin percibir que es un barril de pólvora que lleva dentro gérmenes de odio. La segunda es que existen formas de deterioro institucio­nal lentas, pero tan peligrosas como el asalto por fanáticos cafres. Es lo que se está haciendo con el Poder Judicial, el uso del Congreso, el ostracismo del Senado, algunos discursos sobre la monarquía y la conversión de la clase política en uno de los grandes problemas del país. Y la tercera es la evidencia de que, si se deja sacar cabeza a líderes endiosados, poseedores de una verdad que quieren imponer, incapaces de asumir críticas o totalitari­os de cualquier signo, siempre habrá energúmeno­s dispuestos a seguirlos y a la insurrecci­ón. Detectar y prevenir todo eso se ha convertido en el primer interés político nacional.

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LEAH MILLIS / REUTERS Insurrecci­ón en Washington
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