De los dramas ‘teen’ también se aprende
De los veranos con Dawson crece (1998-2003) en TVE se podía extraer el aroma de madurez o de lo que pensábamos que era la madurez, que es bien distinto. Las interacciones de los jóvenes de Capeside, que se enrollaban entre ellos mientras soñaban con las vidas que podrían llevar al marcharse de aquel pueblo aburrido, eran aspiracionales. El creador Kevin Williamson era consciente: los personajes que escribía no hablaban como los adolescentes reales sino que charlaban como les gustaría hacerlo. Eso quería decir que eran reflexivos hasta la exasperación. Podían ir a tomar un refresco y volvían a casa con una crisis existencial. Encontraban las palabras idóneas para todo aquello que les inquietaba con un léxico que ni podrían soñar Les de l’hoquei. Eran, de hecho, la antítesis del carpe diem. Dawson, el que tenía menos problemas y que quería ser el próximo Steven Spielberg, no vivía nunca el presente sino que se lo miraba desde una perspectiva hipotética y futura, pensando cómo le afectaría y le influiría cada experiencia. Era la serie que nos hacía sentir adultos y profundos a los que la mirábamos, queriendo ser como ellos cuando en realidad éramos sacos de nervios, de inseguridad y de ignorancia cada vez que pisábamos la calle.
Otro vicio veraniego era la australiana Los rompecorazones (19941999). Era la historia de los alumnos del Hartley Heights, un instituto con mucha diversidad por la ascendencia y el nivel económico de las familias. En un contexto actual donde la denuncia social está muy presente en el audiovisual que nos llega, se tendría que valorar especialmente el trabajo de Tim Gooding, Elizabeth Coleman y Philip Dalkin, los creadores, por combinar líos con tramas episódicas de cariz social. Quizá muchos espectadores recuerdan la etapa de Drazic y Anita, una pareja de aquellas muy enamoradas pero que no acaban de funcionar. Pero ellos ni siquiera estaban presentes en la primera clase de alumnos. Al principio la serie se centraba en los Poulos y era un ejercicio de empatía, de conciencia de comunidad, de entender el otro. No lo sabíamos y Los rompecorazones nos llevaba por el buen camino, proponiéndonos dilemas. Además de darnos drama teen, nos ayudaba a desarrollar la brújula moral.
Y, finalmente, en el 2004 tuvimos OC (2003-2007) en el prime time, que enseñaba rebeldía. El punto de partida lo protagonizaba Ryan, un chico conflictivo a quien acogían los Cohen, una familia millonaria. Eso sí, rápidamente la serie la robó Mischa Barton en el papel de Marissa Cooper, la pobre niña rica que ahogaba los problemas y la incomprensión con toneladas de alcohol. No tenía nada de modelo que seguir: se ponía un chorrito de vodka en el café de primera hora de la mañana. Estaba tan fascinado por el instinto autodestructivo de Marissa que, aparte de pasarme al vodka solo con hielo, fui a un preestreno en Barcelona de una película de Barton. Me hice una foto con ella y le expliqué que estudiaba periodismo y que esperaba reencontrarnos más adelante en una entrevista. Un año más tarde y después de encadenar unos cuantos fracasos, Barton ingresó en un centro psiquiátrico porque representaba un peligro para sí misma. Al salir, todas las puertas se le habían cerrado. Y, si bien ahora está en activo y participa en un reality de gente guapa (The hills) compartiendo cenas con el hijo de Pamela Anderson, no ha vuelto nunca más a la primera línea de la ficción. Pero aquí un fan de su trabajo como Marissa, icono de la autodestrucción, sigue cruzando los dedos, que la entrevista está pendiente.