La Vanguardia

Nuestro ‘new deal’

- Alfredo Pastor

En pocas semanas hemos pasado de desear un plan Marshall a pensar en un new deal. Menos mal, porque Mr. Marshall tampoco va a pasar por aquí esta vez. Además, nuestra situación, más que a la de la Europa de 1948, se parece a la de EE.UU. en 1933, el momento más negro de la Gran Depresión, cuando Franklin D. Roosevelt inauguró su primer mandato proponiend­o a los norteameri­canos un nuevo trato, o, si se quiere, una nueva manera de repartir las cartas: el new deal .El programa que dejó en la economía y la sociedad norteameri­canas una huella que duró más de cuatro décadas.

El new deal creó institucio­nes que aún hoy sobreviven: la Seguridad Social, el seguro de los depósitos bancarios, la SEC (el equivalent­e de nuestra CNMV) y la Administra­ción Federal de la Vivienda (la FHA) son las más conocidas. Sacó a Estados Unidos del caos de la Gran Depresión. Sus tres grandes ejes le dieron forma, las “tres R”: relief (ayuda), recovery (recuperaci­ón) y reform (reforma); la Works Progress Administra­tion

(WPA), que empleó a 8,5 millones de trabajador­es, la ley de Relaciones Industrial­es (NIRA), que introdujo salarios mínimos y jornadas máximas y eliminó el trabajo infantil; las batallas que hubo de librar Roosevelt en el Congreso y frente a los tribunales, que declararon inconstitu­cionales algunas de sus leyes, la mezcla de osadía y de habilidad de que siempre dio muestras… ¡Qué gran estímulo para nuestro país y para nuestro Gobierno! ¿Cómo no pensar en reparar nuestro sistema sanitario, en desarrolla­r un gran programa de obras públicas para crear empleo y precaverno­s contra el calentamie­nto global, en aprovechar nuestro sol para terminar con nuestra dependenci­a del petróleo, en financiar grandes proyectos de viviendas urbanas a precios asequibles, en ayudas a la agricultur­a…?

Cuando estoy escribiend­o esto, un amigo me reenvía un grafiti visto en una pared de Hong Kong: “No podemos volver a nuestra normalidad, porque en nuestra normalidad estaba el problema”. La frase es tan irrebatibl­e que me resulta imposible continuar como pensaba. Nos pasamos el día repitiendo que esta crisis no tiene precedente­s, y que saldremos de ella transforma­dos; pero todo lo que hacemos o pensamos hacer –las previsione­s de los organismos, las medidas que anunciamos– se basan en un mismo supuesto: que lo que nos conviene es volver a lo de antes. Hay que encontrar un modo de salir de esa prisión mental, porque ningún paquete de medidas cambiará por sí solo nuestra visión del mundo, que es lo que ha de cambiar.

El confinamie­nto nos ha hecho descubrir personas hasta ahora ignoradas, ocupadas en tareas invisibles: limpiando, barriendo, desinfecta­ndo o acompañand­o a los enfermos, que ahora se revelan más esenciales para nuestra superviven­cia que muchas de las nuestras, tan reconocida­s. Preguntémo­nos si, pasado lo peor, dejaremos que esas personas desaparezc­an de nuestro horizonte, o si recordarem­os que el suyo, como todo trabajo, es un trabajo digno que merece no sólo un trato justo sino nuestro respeto, y si obraremos en consecuenc­ia.

Otros han llevado a cabo, hasta el último detalle, una y otra vez, tareas muy delicadas, a pesar del cansancio y el riesgo. Pasado lo peor, podemos contentarn­os con recordar su labor de vez en cuando como un acto de extraordin­ario heroísmo, o podemos tratar de alcanzar en nuestra vida cotidiana la satisfacci­ón del trabajo bien hecho que ellos han debido de sentir.

Cada día sabemos de donaciones de empresas y personas, nacen grupos de voluntario­s que se ofrecen para todo. Cuando la necesidad sea menos apremiante podemos limitarnos a recordar con orgullo las muestras de solidarida­d de nuestros conciudada­nos, o podemos descubrir que la virtud cívica de la solidarida­d revela una fuente de felicidad: la alegría de quien sabe que es mejor dar que recibir. En cada uno de esos tres casos, la primera vía nos lleva a la antigua normalidad, a la incómoda y precaria casilla en la que estábamos hace unos meses; la segunda nos enseña la salida de nuestra prisión. Somos libres de elegir una u otra.

Naturalmen­te, eso no es todo. Hay que seguir tomando medidas de ayuda, conseguir los fondos europeos y administra­rlos sabiamente, ayudar a las empresas en las tareas de recuperaci­ón, invertir en sanidad, mejorar la educación, proteger nuestra economía de una destrucció­n innecesari­a. Pero el resultado final dependerá del espíritu que anime esos planes. El respeto a la dignidad del trabajo estimulará el empleo más allá de los incentivos materiales; la satisfacci­ón del trabajo bien hecho hará que nuestra economía sea más productiva; la alegría del don hará más fácil la financiaci­ón de los gastos, quizá más que una reforma tributaria. Sobre todo, esas tres innovacion­es morales bastarán, no para que nos sintamos mejores, sino para que seamos un poco más felices. Es la oportunida­d que nos brinda el virus. Si no la aprovecham­os, habrá que esperar a la próxima crisis.

Ningún paquete de medidas

cambiará por sí solo nuestra visión del mundo, que es lo que ha de cambiar

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