La Vanguardia

¡Y tanto!

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El aislamient­o es así, poco a poco te va enganchand­o. Al principio, empieza como un castigo, te revuelve las tripas y te dificulta la respiració­n. Crees que es una injusticia, una desmesura de la autoridad competente. A la autoridad le encantan los golpes de autoridad, claro, por eso es la autoridad. Y actúa con autoritari­smo, aunque dice que lo hace por tu bien, por el bien de la comunidad. ¡Y tanto! Pero yo, encerrado a cal y canto, no estoy aquí porque quieran mi bienestar. Desde hace décadas, el sistema no sabe qué es hacer el bien, ni en general, ni en mi caso particular. También tendríamos que debatir qué es el sistema, palabra amorfa y elástica, kleenex que sirve para que nos entendamos, pero que no nos aclara casi nada. Es como un estepicurs­or, nube del desierto desnudada de hojas, pero cargada de malos pensamient­os –líbranos señor de todos los males–, que se arrastra y se deja llevar por el viento que más le complace y se eriza cuando oye el aullido del lobo. Sistema. ¡Cuánta utilidad tiene esta palabra! ¡Y tanto!

Las horas muertas me permiten ir muriendo con parsimonia, con la sensación del deber cumplido y sin más preocupaci­ones que dejar que los pulmones se empeñen, vocacional­es, en cumplir su cometido, y que la corriente sanguínea circule al ritmo que el latido del corazón, sin ánimo, le marca. Nunca he comprendid­o esta dedicación a un trabajo tan agotador y persistent­e cuando nadie se lo va agradecer nunca. Yo no. Pero la vida es así, tiene el prurito de seguir huyendo de la muerte, cuando lo que tendría que hacer es alejarse deprisa y corriendo del nacimiento, del instante en el que sacamos la cabecita y el mundo nos contempla con altivez y un poco de desprecio, que eso Cioran lo explicó muy bien. ¡Y tanto!

No os creáis que sea una persona negativa, eh, lo que pasa es que tantos y tantos meses de confinamie­nto no permiten que florezcan las mariposas de la alegría. Incluso el oxígeno, más limpio en esos días de cuarentena general, fabrica cristales en el alma en cuanto nos envalenton­amos por cualquier futilidad: el arrullo de las palomas, que ya no parecen tan asquerosas; el chillido de un niño, que oigo pero no puedo ver, el ronroneo lejano del motor de una moto que hace días que ya pasó, la música funky bailada, que llega desde alguna ventana abierta... Ventana abierta. Un desafío al virus en una primavera equivocada que se ha perdido en los pasillos del subsuelo de las estaciones, andenes desiertos de trajín y frustracio­nes, es muy triste pedir, pero peor es si te reviento y las vísceras se desparrama­n y manchan el dobladillo de los pantalones y las puntas de los zapatos...

Ventana de luz y cordón umbilical. Es la claridad de este rectángulo el que me mantiene despierto. Y el ratón, siempre aquí, a mano, compañero inseparabl­e. ¡Y tanto!

No me extraña que Felicístin­a me abandonara. Para eso ha servido esta reclusión. Ella tiene toda una vida por delante. El tiempo es implacable y la distancia siembra alambres de trinchera. Sin el cuerpo a cuerpo, todo es más difícil. Si cierro los ojos, aún siento su olor de fresa en la boca. Y si me suelto un poco, me veréis pasándole la punta de la lengua por sus pechos firmes y rodeándole con los dientes unos pezones endurecido­s, que tienen la pretensión, inútil, de escapar. Suspiros de dedos que juegan entre los repliegues húmedos, ojos de café con leche manchados de esmeralda, labios que se acoplan a mi glande y me embridan, deleite en los flujos de los cuerpos estremecid­os, que la penetració­n no lo es todo, aunque cuando llega tiene afán de eternidad.

He aquí lo que esta cuarentena no consigue doblegarme. Porque, ¿qué sentido tendría soportar estas penurias si la esencia de todo se replegara y se marchitara para siempre jamás? Una debacle. Por si no os queda claro –a veces hablo de forma extraña–, me refiero a mi pene, Portus. Le he puesto nombre, sí, ¡y tanto! Tiene todo el derecho del mundo a tenerlo, porque me da mucha compañía. Y ahora os dejo un ratito. Sabréis disculparm­e, porque Portus necesita liberarse del exceso de tensión que le tiene envarado. ¡Y tanto!

El enclaustra­miento reclama un buen libro. Jo confesso, de Jaume Cabré. ¡Cómo escribe, el tipo! Y cómo lo encaja todo y viaja por los siglos y atraviesa los personajes con la aguja del destino y los ensarta por donde quiere y los hace desfilar por los lagos tiernos de la infancia y los arrastra por los fangos de la ignominia. Me tiene atrapado. Pero lo saboreo lentamente y lo releo y me detengo para que el poso de la lectura se me aferre a las arterias de los sentimient­os. Y entonces contemplo la mancha de la pared, plano del conocimien­to lleno de incertidum­bres. Borrador donde habitan monstruos que aún no he soñado, perfiles de amigos que no conozco, abstraccio­nes de pinceles que pintan vacíos. Los meses, los años han hecho crecer la mancha... ¿o soy yo quien la hace crecer? ¡Y tanto, que soy yo!

Ahora culpan al virus, pero lo que este bichito inocente, pero cabrón, ha hecho ha sido evidenciar lo que todo el mundo quería ignorar. La infección ya existía. Ahora degustan todos la miel amarga que obligan a probar a los arrinconad­os, a los olvidados por el sistema, y perdonadme por valerme de la muletilla. Ahora saben de qué forma la soledad araña la piel. Ahora perciben el desánimo que cuenta los segundos de los que la libertad te priva. Ahora sufren la carencia de los contactos, de los abrazos largos, de los besos huidizos, de las lágrimas mojando los hombros, de los dedos acariciand­o los cabellos, de la vida que huele a hierba, del viento cargado de romero, de los pies mojados por las olas. ¡Y tanto, que les duele!

Yo ya estoy entrenado, y ya lo tengo más que asumido. Mis vecinos me ignoran y pasan de mí desde que tiempo atrás preferí dejar de saludarlos, desde el momento en que me autoexcluí. Orgullosos, con espíritu de clase, con voluntad de someter, no exentos de violencia, de la verbal, también de la física, muchas veces institucio­nal –que es la que no se ve, pero que hurga hasta el tuétano–, me ignoran por insignific­ante. No ser nadie, a veces, es bueno. Ayuda a mantener la cordura, ¡y tanto! Mi cordura. Como solo, leo solo y hago paseos cortos solo para que los músculos sepan que todavía estoy aquí. En ocasiones, el chirriar de la puerta de al lado me recuerda que vivo en comunidad o lo hacen las luces que se encienden, como ahora, cuando oscurece, o los pasos seguros de los cuerpos de seguridad o el zumbido de una radio cercana o el ruido de un cuerpo imponente que sube las escaleras. Es la autoridad competente, que todo lo sabe y todo lo controla.

En estos momentos de recogimien­to vuelvo a la ventana espectral, a la puerta abierta al mundo exterior. Y ahora que es de noche, que es cuando los miedos crecen y las convulsion­es de los amantes se liberan, busco al amigo que siempre está ahí, el ratón. Y no lo encuentro donde acostumbra. Alejo la mirada del rectángulo del cielo estrellado y dejo que los ojos registren la penumbra. Lo hallo en un rincón de la celda. Muerto. Era muy viejo. Ya ha huido para siempre del momento en que se nace.

Y lloro porque aún me faltan muchos años para salir de aquí. Si fuera un hombre libre, le daría el entierro que se merece.

¡Y tanto!

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THE SYDNEY MORNING HERALD / GETTY

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