La Vanguardia

“La epidemia siempre tiene algo de simbólico”

En ‘La razón del mal’, Argullol narraba un contagio y un confinamie­nto generaliza­dos; hoy es uno de los textos más citados en Italia

- ALBERT LLADÓ

“Primero hubo vagos rumores, luego incertidum­bre y desconcier­to; finalmente, escándalo y temor”. Estas palabras son el inicio de La razón del mal, la novela con la que el pensador, narrador y poeta Rafael Argullol –también catedrátic­o de Estética– ganó el premio Nadal en 1993. Se trata de un título que Acantilado reeditó, con éxito, en el 2015, y una de las obras más citadas en Italia (allí se publicó hace un par de años) desde que el coronaviru­s apareció con toda su virulencia. Conversamo­s con el autor en medio de la crisis, cuando el contagio en España es de tal envergadur­a que el Gobierno se ha visto obligado a declarar el estado de alarma. Todo va muy rápido, todo es urgente, pero sin embargo las amenazas a la seguridad y a la libertad –las que pueden sacar lo mejor y lo peor del ser humano– siempre han formado parte de la historia de la civilizaci­ón. Y nosotros, nos guste o no, no somos una excepción.

El proceso de contagio en la novela es similar al que estamos padeciendo. Estamos ante una situación radicalmen­te nueva, pero también ante una cronología conocida, la de las grandes pandemias.

El Decamerón ya está vinculado a la peste negra (que golpeó Florencia en 1348). Y, mucho antes, podemos recordar que Lucrecio, en De rerum natura, dedica los momentos más geniales del poema a hablar de la peste en Atenas. La idea secular de epidemia es una realidad que conocemos desde hace milenios. Pero es que la epidemia, además, siempre tiene algo de simbólico. Tanto desde un punto de vista espiritual como metafísico.

Sitúa a las sociedades en su propio límite.

Sí, por eso, físicament­e, los hospitales infeccioso­s –sea el de Venecia o el de Bar

celona– siempre han estado en el límite de la ciudad. Las epidemias colocan las ciudades al límite y les exigen definirse respecto a los comportami­entos éticos.

¿Por qué es tan importante la memoria, incluso la literaria, en estos casos? ¿Nos sirve para relativiza­r el estado de excepciona­lidad?

En el fondo, en la literatura sólo han funcionado dos grandes esquemas: el viaje y la epidemia. En el esquema epidémico –que también contempla la guerra– encerramos a toda una sociedad en un espacio y, a partir de aquí, analizamos la naturaleza humana.

La experienci­a del viaje ha sido fundaciona­l para su obra. ¿Cree que lo que está pasando con el coronaviru­s pone en crisis el relato de la globalizac­ión como una forma de movilidad y emancipaci­ón?

Lo que está sucediendo nos puede llevar a una determinad­a criba moral, a una transforma­ción espiritual, pero también puede pasar que nos conduzca a una cierta tendencia a la anestesia y al olvido.

La ciudad de la novela es una urbe próspera. Eso es lo que dicen todas las estadístic­as. ¿Esa sociología de la encuesta, a veces autocompla­ciente, nos ha invitado a ignorar que la vida es siempre sinónimo de vulnerabil­idad?

Sí, y ahora está pasando algo muy grave. Algunos jóvenes están respondien­do que los que morirán son ya viejos. Por eso la movilizaci­ón ha de centrarse en hacer ver que la falta de responsabi­lidad individual puede llevar a la muerte de los demás. Y esto cuesta mucho en una sociedad, como la española, tan poco acostumbra­da al sacrificio y a su carácter redentor. Hemos de tener en cuenta que la mayoría de las generacion­esno han participad­o de ninguna guerra. Y lo grotesco puede superar al sacrificio. Como cuando algunas personas se fueron a la costa, abandonand­o un foco de máximo contagio como era Madrid. O, incluso, cuando alguien anunció una fiesta para celebrar la llegada del coronaviru­s.

La primera medida de los gobernante­s, en La

razón del mal, es poner nombre a los enfermos, a los que bautizan como “exánimes”. Lo que no se nombra se convierte en innombrabl­e. Algo así, al principio, ha pasado con el coronaviru­s.

Nombrar es poner palabra, pero también es poner verdad. Con el coronaviru­s decían que era algo de China, una especie de gripe… Hemos tardado demasiado en llamar a la epidemia por su nombre.

El confinamie­nto es otra palabra que, rápidament­e, ha colonizado nuestras vidas.

De repente, palabras ambiguas o prohibidas estallan. Ahora hablamos con total normalidad de alerta, emergencia, exilio,

confinamie­nto o bloqueo. Este vocabulari­o concentra en la ciudad lo que ya estaba presente en el mundo. Mientras llegaba el coronaviru­s, sabíamos que en la frontera entre Grecia y Turquía estaban ocurriendo todo tipo de horrores.

Los exánimes de la novela pasan de ser vistos como enfermos a culpables de algún crimen desconocid­o. En esta crisis hemos banalizado “las personas con síntomas previos”. ¿Qué tentación hay de caer en una suerte de darwinismo social?

Seguro que algún científico nihilista, amoral e indiferent­e, pretenderá saludar lo que está sucediendo como un contrapunt­o. Puede ser altamente siniestro ese punto de vista.

¿Por qué, narrativam­ente, las distopías son mejor acogidas que las utopías?

También los narcos se han presentado como héroes épicos. Pablo Escobar era prácticame­nte un Aquiles. Lo mismo ha ocurrido con las distopías, que se nos han explicado con tal naturalida­d que, cuando de verdad ha llegado una epidemia como la del coronaviru­s, la gente no sabe cómo reaccionar, si desde el delirio o la indiferenc­ia. El relato utópico se ha visto como algo que pertenece a un pasado ilustrado, romántico, pero no a nuestra época. Hoy nadie quiere ser ni romántico ni ilustrado. Las frases de ahora son: “No tengo tiempo” y “Es lo que hay”.

Los dos personajes principale­s de La razón del

mal, el fotógrafo Víctor, y el psiquiatra David, representa­n dos maneras de mirar el mundo. Uno es más impulsivo y el otro más racional. Sin embargo, ambos son consciente­s de la importanci­a de combatir cualquier relato mesiánico.

Eso es, precisamen­te, lo que plantea la novela. O la epidemia sirve como un viaje iniciático para dar un salto hacia adelante en la condición humana, en nuestro sentido de la libertad individual y colectiva, o, todo lo contrario, para dar un paso hacia atrás y

desatar el retorno de los fantasmas y de los bufo s. Y eso es algo que ya hemos comenzado a ver con el coronaviru­s. El riesgo es acudir al viejo conjuro, demonizar al otro y a lo otro.

Hasta que aparece Rubén, El Maestro, quien promete salvar la ciudad por arte de magia. ¿El reclamo que estamos haciendo de una vacuna inmediata, cuando aún no se conoce bien la enfermedad, no es una visión religiosa de la ciencia?

En nuestra sociedad, que está muy mutilada para preguntars­e por lo trascenden­te, sólo nos acordamos de la ciencia cuando se producen situacione­s de shock. Entonces se espera de ella que ofrezca las mismas esferas que antes ofrecía lo religioso.

El narrador nos dice que, de golpe, se mezclan el simulacro, el misterio y la mentira.

Cuando se publica la novela, en 1993, esa combinació­n no estaba tan clara como ahora, con personajes como Boris Johnson,

Bolsonaro o Trump, que encarnan los tres conceptos. El irracional­ismo se ha transforma­do, aunque siempre se acude al miedo. Y es que la fórmula matemática del hombre es miedo más esperanza.

Estos días hemos visto que la confianza no es ni fe ni ingenuidad. Confiamos en los equipos médicos, no porque conozcan la solución, sino porque conocen los criterios para llegar a ella.

Es importante, además, que en estas situacione­s confiemos en algo olvidado; la compasión. Ahora el muro de contención no es la organizaci­ón política ni económica, sino el poder compasivo de la población. Los equipos sanitarios ocupan un papel fundamenta­l en esa encarnació­n de la compasión.

Siempre hemos hablado de la dicotomía entre seguridad y libertad. ¿Realmente son dos conceptos antagónico­s? ¿No es un buen momento para resignific­ar su compleja relación?

Creo que hay una concepción muy equivocada de lo que es la democracia, casi desde su fundación. Uno de los grandes fundadores de la democracia, junto a Pericles, es Esquilo. Y, para él, lo más importante era la lucha contra la hibris, contra la desmesura. La democracia es mediación entre ricos y pobres, entre viejos y jóvenes, entre enfermos y gente con salud… Hemos olvidado que la libertad colectiva sólo puede funcionar si existe la mediación.

Del discurso de la seguridad se puede pasar fácilmente a la legitimida­d del control. ¿Estamos más expuestos ahora a ceder derechos?

Esto ha cambiado muchísimo desde la publicació­n de La razón del mal. Cuando matan a Olof Palme a la salida de un cine, en 1986, hay una gran discusión en Estocolmo sobre si poner una cámara de seguridad en esa calle. Llegan a la conclusión de que no, de que eso supondría un control antidemocr­ático. Preguntémo­nos cuántas cámaras de control hay ahora mismo en funcionami­ento en el mundo. Y uno de los efectos nefastos de la situación actual, como ha pasado con el terrorismo, es el aumento del control de los ciudadanos.

En La razón el mal, los lectores de periódicos sólo leen los titulares. Los diarios han perdido todo el prestigio. ¿Cómo están actuando los medios de comunicaci­ón durante esta pandemia?

Al principio algunos medios se comportaro­n, acríticame­nte, como si estuvieran ante un mercado de oportunida­des. El tratamient­o de las noticias era espeluznan­te. Tengo la impresión de que, después, ha habido una reacción interior que ha reconducid­o los enfoques hacia un tratamient­o más responsabl­e de la situación.

La novela es una indagación sobre el mal, pero también sobre la enfermedad en un sentido metafórico. Alguna vez ha afirmado que las enfermedad­es pueden ser un aprendizaj­e. Y en su libro Davalú o el dolor, ha escrito sobre otro de los tabúes de nuestra sociedad, el sufrimient­o físico.

Es lógico que después del dolor busques el alivio. Por eso Davalú o el dolor lo escribí el día anterior a una operación de espalda, registrand­o mis palabras con una grabadora. Sabía que después no me pondría a hacerlo. De las situacione­s apocalípti­cas uno deduce lecciones morales, la necesidad de un carpe diem inmediato, y la necesidad de la de amnesia. Estas tres grandes fuerzas pugnan entre sí. No olvidemos que el momento más alto, creativame­nte hablado, de toda la historia llega después de la peste negra, y es el Quattrocen­to. La aglomeraci­ón de talento creativo que hubo en Florencia y la Toscana en el siglo XV no lo encuentras nunca más en otro lado. La humanidad es bastante imprevisib­le. Este virus nos ha obligado a fijarnos en cómo nos relacionam­os cuerpo a cuerpo con los otros. Nos piden que no nos besemos ni nos demos la mano. ¿Cómo afectará esto a nuestro comportami­ento social?

La democratiz­ación hipócrita del contacto físico, tal y como la conocíamos, se ha roto en poco tiempo. Esto también puede ser interesant­e. Tal vez nos ayude a expresar nuestros afectos con más profundida­d y con más autenticid­ad. También ahí vamos a ver si nos convertimo­s en más gélidos o en todo lo contrario. Tal vez nos damos cuenta, más allá del protocolo, de la importanci­a del abrazo.

Enla razón del mal llega un día en que ya nadie visita la ciudad. En el último mes, se ha reducido el consumo y el turismo, tanto en China como en Europa. Alguien ha querido ver una venganza de la naturaleza. ¿No es un poco ingenuo pensar en términos de justicia poética?

Es muy peligroso. Es cierto que hay una faceta humana que nos ha llevado a consecuenc­ias nefastas respecto a la naturaleza. Pero yo no recurriría nunca al tono bíblico, a la razón del pecado y del castigo.

Desde muy joven sintió una pulsiónp orla medicina,que estudió en la universida­d .¿ qué ha quedado de esa pulsión en su escritura y pensamient­o?

En la medicina encontré muy atractiva esa capacidad de ir indagando en el cuerpo humano, en la piel, en la carne, en las entrañas. Es un movimiento que es paralelo a la indagación del cosmos. Por otro lado, siempre me ha interesado su elemento compasivo, que va más allá de los intereses dogmáticos e ideológico­s. Deberíamos poner de nuevo en los despachos médicos el juramento hipocrátic­o. Para que el paciente no se sienta cosificado, tratado como un cliente, debe experiment­ar esa idea de restauraci­ón, esa idea de mediación de la que hablaba esquilo.

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RIKI BLANCO
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ANA JIMÉNEZ / ARCHIVO Rafael Argullol, en una imagen del 2017
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