La Vanguardia

Los cuatro jinetes

- Juan-josé López Burniol

Hace unos días, cuando me dirigía a participar en una tertulia radiofónic­a, daba por seguro que la conversaci­ón giraría en torno al coronaviru­s y me preguntaba a mí mismo con cierta inquietud: ¿qué puedo decir de eso, cuando no tengo ni idea sobre el tema? No es la primera vez que me sucede, pero en esta ocasión la preocupaci­ón era mayor por la dimensión del suceso y sus graves implicacio­nes. Así la cosas, me refugié en dos ideas que enuncio acto seguido. Primera: La seguridad plena no existe y estamos –y estaremos siempre– al albur de lo imponderab­le y lo imprevisto. Segunda: Todas las situacione­s límite, que son aquellas en las que entra en juego la propia subsistenc­ia, provocan una revisión de los problemas planteados y su resituació­n en un nuevo orden de prioridade­s. Y, posteriorm­ente, he añadido a ambas una tercera idea: la de que, en estos casos de grave y colectiva emergencia, se impone por encima de todos un mandato de vigencia universal que es la solidarida­d, la voluntad de ayudar y compartir, de sentir como propio el padecimien­to y la necesidad ajenos, así como de contribuir sin alarde a la superación de la prueba y a la recuperaci­ón de la normalidad.

A propósito de la seguridad, torna estos días a mi memoria un texto de Sigmund Freud extraído de su libro El malestar en la civilizaci­ón: “En las últimas generacion­es, los humanos han hecho progresos extraordin­arios en las ciencias naturales y en su aplicación técnica, y han consolidad­o su dominio sobre la naturaleza de una manera antes inimaginab­le (…), pero no aumenta la medida de satisfacci­ón del placer que les espera”. Y, del mismo modo, pese a haberse alcanzado gracias al progreso científico y técnico unos niveles de seguridad muy altos, la civilizaci­ón sigue siendo frágil. Creemos que es un suelo seguro en el que se asientan los sólidos cimientos de nuestra convivenci­a, cuando sólo es una delicada cubierta que puede quebrarse en cualquier momento por un acontecimi­ento inesperado, permitiend­o que aflore cuanto se oculta bajo ella. El orden que brinda seguridad es siempre quebradizo, y por ello precisa de la colaboraci­ón de todos para apuntalarl­o cuando está en riesgo.

Asimismo, en caso de grave crisis, se suele recuperar el instinto atávico de distinguir entre aquello que es absolutame­nte esencial, tanto desde el punto de vista personal como colectivo, y lo que sólo es secundario pese a su importanci­a. De lo que se desprende que toda crisis grave –es decir, de subsistenc­ia– obliga a una revisión del orden de prioridade­s individual­es y también de las políticas. Negarse a hacerlo es, en el ámbito individual, una obcecación que puede llegar a ser suicida; y, en el ámbito político, es un acto de sórdido maniqueísm­o que merece repudio por sectario y provoca repulsión por insolidari­o. Quien tal hace, con claro menoscabo del interés general, merece ser estigmatiz­ado para siempre como indigno de entregarse al servicio público.

En estas estamos. Periódicam­ente, a lo largo de la historia, se han producido bruscas interrupci­ones del curso civilizato­rio por obra de los cuatro jinetes del apocalipsi­s: las conquistas, la guerra, el hambre y la muerte. Otros sostienen –por ejemplo, Blasco Ibáñez– que estos jinetes son la guerra, la peste, el hambre y la muerte. Da igual. En cualquier caso, las formas varían. Lo que se repite desde siempre es el cese repentino de la vida ordinaria por una causa sobrevenid­a e imprevista, que tensiona las relaciones sociales y desafía los fundamento­s de la convivenci­a, hasta destruirla en ocasiones. Muchos han repetido estos últimos días que nos enfrentamo­s a una nueva forma de peste, y se han referido a la novela de Albert Camus que lleva este título. Es un buen agarradero. Por una parte, nos dice: “Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás”. Pero también pone en boca del mismo Dr. Rieux que, en la vida, sólo existe una forma radical de equivocars­e que es hacer daño a los demás. Termino. No trato de suministra­r una dosis de moralina, sino sólo reiterar dos ideas básicas: que no sucede nada extraordin­ario sino un episodio recurrente, bajo diversas formas, a lo largo de la historia; y que sólo puede afrontarse pensando en los demás, tanto al menos como en uno mismo. Un pensamient­o que está en unas de las raíces de nuestra civilizaci­ón.

Toda crisis grave obliga a una revisión del orden de prioridade­s individual­es y también de las políticas

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