Apellidos
La historia más curiosa sobre apellidos me la contaron hace años en un viaje a Filipinas. Parece ser que allí antes de la colonización española no existían los apellidos y, por tanto, tampoco existía la familia en el sentido cristiano del término. Como parte del proceso de evangelización, las autoridades impusieron la obligatoriedad de poseer apellidos, lo que provocó una rápida hiperinflación de los que proclamaban el fervor religioso: De los Santos, De la Cruz, Del Rosario... Que una gran mayoría de filipinos compartiera los mismos apellidos sin ser parientes tampoco era la mejor manera de introducir el concepto de familia cristiana. Había que favorecer la diversidad de apellidos. Para ello, el gobernador general mandó en 1849 publicar un catálogo alfabético con más de sesenta mil palabras, entre las que las familias debían escoger su nuevo apellido. Algunas de esas palabras eran ciertamente pintorescas. De ahí viene que algunos filipinos actuales se apelliden nada menos que Lectura,
Incredulidad o (¡sí!) Jurisprudencia.
Otras historias de apellidos. Durante siglos, los apellidos vascos se consideraron una garantía de limpieza de sangre, y había quienes los adoptaban para disipar cualquier sospecha sobre sus orígenes. El caso más célebre es el de Juan Álvarez Mendizábal, el político que dio nombre a la desamortización eclesiástica. Su apellido materno era Méndez y no Mendizábal, que adoptó para ocultar la condición de conversos de sus antepasados. No es el único ejemplo que me viene a la cabeza. Según cuenta Jon Juaristi en El bucle melancólico, Luis Arana, cofundador del Partido Nacionalista Vasco junto a su hermano Sabino, cursaba la carrera de Arquitectura en Barcelona cuando se enredó con la cocinera de la casa. Antes de contraer matrimonio con ella la obligó a euskaldunizar sus apellidos y, de golpe y porrazo, la aragonesa Josefa Egüés Hernández se convirtió en la muy vasca Josefa Eguaraz Hernandorena. Eso sí que es limpieza de sangre: en sólo un instante desaparecieron de sus venas todos los glóbulos de sangre no vasca. También a su hermano Sabino le obsesionaban los apellidos. Él mismo dejó escrito que, antes de hacer pública su relación con la que acabaría siendo su mujer, Nicolasa Achica-allende, había visitado diferentes archivos parroquiales para asegurarse de que eran eusquéricos nada menos que sus primeros ciento veintiséis apellidos... ¡Qué alto concepto de la familia y la paternidad el de los hermanos Arana, que no querían que sus hijos arrastraran toda su vida un apellido maqueto!
El apellidismo de los pioneros del nacionalismo vasco no era sino una versión extrema del viejo racismo de toda la vida y sintetizaba los principios fundacionales de su movimiento: rechazo del liberalismo y la industrialización, idealización del medio rural, añoranza de las leyes antiguas y las formas de vida tradicionales. Oposición, en definitiva, a todo lo que oliera a progreso, laicismo y modernidad.
Sólo quienes acreditaran esos ciento y pico apellidos euskaldunes serían admitidos en esa Arcadia feliz de los vascos puros, con sus colinas ubérrimas, sus nobles caseríos de recios muros y sus castos bailes al son de la trikitixa. Entrañables fantasías carlistas que encubrían la nostalgia de un viejo mundo de carácter feudal, en el que generaciones y generaciones de la misma familia permanecían ancladas al mismo pedazo de tierra, como los siervos de la gleba. Bastó un primer contacto con la realidad para que esas fantasías saltaran inmediatamente por los aires.
Los nacionalismos arrastran desde sus orígenes un germen xenófobo, pero no hace falta decir que el rancio apellidismo de los hermanos Arana forma parte del pasado y que a ninguno de los políticos del actual PNV se le ocurriría defenderlo. Por eso sorprende doblemente que políticos que se definen como antinacionalistas reproduzcan los despropósitos que pretenden denunciar. Estoy pensando en el portavoz del Partido Popular en el Ayuntamiento de Barcelona, Josep Bou, que en una entrevista radiofónica de hace unas semanas declaró que los candidatos de su partido en Catalunya deberían tener apellidos catalanes. A este mismo señor le he oído en otras entrevistas insistir en su condición de català de soca-rel , y en alguna ocasión hasta creo que se animó a recitar sus ocho (o dieciséis o treinta y dos) primeros apellidos, todos ellos tan catalanes como los carquinyolis o los Aromes de Montserrat. Si esas mismas declaraciones las hubiera hecho un político de ERC, habría sido inmediatamente (y con razón) tildado de supremacista. Que esas cosas las diga alguien como Bou, que dio el salto a la política con el objetivo expreso de combatir el nacionalismo, indica precisamente hasta qué punto la política catalana ha interiorizado lo que los politólogos llaman el “marco mental” de los nacionalistas. El independentismo ha perdido, pero el nacionalismo ha vencido en Catalunya.
Según Josep Bou, los candidatos del PP en Catalunya deberían tener apellidos catalanes