La Vanguardia

Un toque de alarma

- Juan-josé López Burniol

Hace algún tiempo reencontré a un viejo amigo francés, al que conocí en la Barcelona de los años ochenta como directivo de una empresa y que ha culminado recienteme­nte su carrera en París. Meses atrás le pregunté por el fenómeno de los chalecos amarillos en Francia, y me respondió así: “Es un tema grave: las clases medias bajas y la ruralía (sic) no llegan a fin de mes. Ven como la economía crece, pero que a ellos no les llegan los efectos de la mejora”. Es decir, la desigualda­d. Me quedó gravado y, la pasada semana, los incidentes surgidos en Extremadur­a y Andalucía me han hecho pensar si no estaremos ante un brote similar. Por otra parte, es inevitable que la ubicación andaluza de las protestas me retrotraig­a medio siglo atrás, cuando trasegué dos textos excelentes: Historia de las agitacione­s campesinas andaluzas, del notario que fue de Bujalance (Córdoba) Juan Díaz del Moral, y Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX ,de Edward Malefakis.

Las agitacione­s en el sur de España comenzaron –escribe Malefakis– a partir de 1830, cuando el rápido crecimient­o de la población y la revolución de las ideas políticas provocaron serios conflictos: ocupación de fincas, ataques a la Guardia Civil, quema de archivos... De hecho, Díaz de Moral fue incapaz de descubrir una revuelta anterior al siglo XIX, con excepción de la insurrecci­ón de Fuente Obejuna. Y resulta paradójico que fuera España la nación europea más propensa a revolucion­es durante el siglo XIX, cuando durante toda la edad moderna –de Lutero a Napoleón– había disfrutado de una paz interna desconocid­a en el resto de Europa y sólo alterada por las rebeliones autonomist­as en Catalunya y Aragón, y por la independen­cia de Portugal. Las guerras religiosas y las convulsion­es políticas europeas se detuvieron en los Pirineos. Lo que tiene una explicació­n: la paz interna española era más reflejo del estancamie­nto del país que producto de una armonía fecunda. Así, aunque es posible que los nuevos conceptos de libertad e igualdad tuvieran efectos desestabil­izadores al filtrarse entre el campesinad­o, fue la desamortiz­ación de los bienes eclesiásti­cos y de las tierras comunales la que empeoró fuertement­e la condición de los campesinos del sur. Joaquín Costa lo tenía claro: “Estos bienes eran el pan de los pobres (...) el Banco de España de la indigente clase obrera. La desamortiz­ación ha significad­o el asalto a este banco por parte de las clases privilegia­das”.

A partir de ahí, estas masas rurales –especialme­nte en Andalucía– comenzaron a tomar conciencia de sí mismas, asumieron con fervor religioso (bien captado por Díaz del Moral) la doctrina anarquista y promoviero­n con frecuencia disturbios graves que fueron reprimidos duramente. A partir de 1917, la situación se agravó a causa del aumento del coste de la vida, la inflación y el influjo de la revolución rusa. Todo lo cual provocó –una vez proclamada la Segunda República tras la dictadura del general Primo de Rivera– que la reforma agraria se convirties­e en uno de los ejes del programa republican­o y se promulgase­n –no sin dificultad­es– la ley de Arrendamie­ntos Rústicos y la ley catalana de Contratos de Cultivo.

Pero todo acabó como acabó; y, tras la larga dictadura franquista, la situación de la España rural es hoy bien distinta, aunque sigue aquejada por otros problemas crónicos y graves. En primer lugar, los que derivan de su vaciado por una emigración constante y vigente, en forma de severas y crecientes disfuncion­es en la prestación de los servicios públicos (la España vacía); y, en segundo término, una progresiva disminució­n de rentas de los trabajador­es del campo, por una diferencia creciente entre los precios pagados a los agricultor­es y los cobrados a los consumidor­es. Todo lo cual genera una crisis que no puede minusvalor­arse. La perduració­n sin resolver del problema territoria­l provoca quizá, además de sus específico­s efectos negativos, otro muy considerab­le: que se deje de prestar la atención debida a otras cuestiones que son tanto o más graves, por afectar de un modo directo a la vida y al bienestar de las personas. Uno de estos problemas vuelve a ser hoy la cuestión agraria.

Sólo faltaba, además, que la Unión Europea se disponga a recortar los fondos estructura­les y la política agraria común (PAC), a resultas del impacto que el Brexit tendrá en los ingresos comunitari­os. Este recorte denotaría una falta alarmante de reacción por la Unión Europea ante al conflicto en el campo, que ha estallado en varios países. Ha sonado un toque de alarma.

La perduració­n sin resolver del problema territoria­l ha restado atención a la grave cuestión agraria

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