La Vanguardia

Matar a la muerte

- Gabriel Magalhães

Hay artículos que te duelen en el cuerpo antes de escribirlo­s. Sabes que mucha gente no estará de acuerdo y que te espera un vendaval de silbidos. El lector me permitirá, pues, que reflexione sobre el marco en que se nace y en que se muere en el actual Portugal. Algo que ha cambiado, en el primer caso, cuando se aprobó por referéndum la ley del aborto por opción libre de la mujer el año 2007. Uno de los campeones de esta causa fue José Sócrates, que entonces era primer ministro, el hombre que no vio venir la crisis y el rescate y al que hoy se juzga por sospechas de corrupción. Para él, como declaró en diversas ocasiones, el aborto era una cuestión de modernidad y de progreso.

En realidad, el aborto es un trance doloroso, una decisión difícil, que siempre deja alguna cicatriz psíquica. Los defensores de la interrupci­ón voluntaria del embarazo plantean que el embrión no es humano. Cuidado: siempre que se ha negado la humanidad de alguna de las dimensione­s de lo humano hemos cometido barbaridad­es. Los traficante­s de esclavos no considerab­an a los negros como hombres, y lo mismo pasaba con sus propietari­os. Y, en otros momentos de la historia, se ha negado el carácter verdaderam­ente humano de grupos de personas, culturas y etnias, lo que ha tenido consecuenc­ias terribles.

Desde el 2007, ha habido casi 200.000 abortos legales en Portugal. Las matemática­s tienen esta caracterís­tica: empezamos a sumar lo que no existe, lo que no es humano, y nos damos cuenta de que al final eso que nada vale algo es. ¿A qué números habrá que llegar para entender lo que está pasando? ¿Medio millón, un millón? Todas las sociedades tienen métodos de eliminació­n, como la pena de muerte, por ejemplo. Nosotros hemos inventado esta alcantaril­la macabra, este vertedero masivo, que nadie ve. Pero, cuando los siglos pasen, no lo duden, nos echarán en cara esta actitud.

Además, en este debate, no es necesario mencionar a Dios. Se trata, sencillame­nte, de respetar a fondo lo humano desde el momento de su concepción. No parece nada casual que la precarieda­d que hemos impuesto al embrión se haya propagado a toda la sociedad. Precarios son los empleos de los jóvenes, que hoy tienen menos futuro que nunca. Precaria es la situación, incluso, de nuestras pensiones de jubilación. No puedes imponer una regla a esa frágil invisibili­dad del feto y, después, querer que lo demás sea distinto. Lo que haces con la vida que ha sido concebida, al descartarl­a, será lo que después harán con tu vida.

Y en esto las mujeres no tienen ninguna culpa. Quien aborta en el aborto es toda la sociedad. Yo siento estos casi 200.000 seres humanos evaporados en mi país como culpa mía. Asimismo, creo que hay situacione­s en las cuales no podemos imponer el embarazo a nadie. O sea, debe existir una ley que abarque esos casos, como riesgo de muerte para la madre, malformaci­ón del feto o violación. Pero, en un momento en que existen tantos métodos anticoncep­tivos, cuando, además, podríamos crear sistemas de apoyo sociales eficaces para las situacione­s más complicada­s, el aborto libre es sencillame­nte una celebració­n del egoísmo y una fiesta de la indiferenc­ia. En la libertad de la mujer para abortar se reflejan, en realidad, una serie de presiones sociales, que le endilgan a la progenitor­a la responsabi­lidad de lo que pase. El varón, ese, campa en libertad, caracolean­do como un semental. La ley del aborto, en el fondo, tiene un matiz machista. Decirle a una mujer “tu embarazo es cosa tuya” define una de las actitudes más típicas del macho.

Más de diez años después de la llegada del aborto por libre elección, se acaban de aprobar en el Parlamento portugués cinco proyectos de ley para implantar la eutanasia: cuatro de izquierdas y uno de derechas. Porque, en estas cuestiones, la izquierda progresist­a se aúna con el liberalism­o reinante. Las propuestas parecen prudentes. Sólo pueden solicitar la eutanasia los mayores de edad que se encuentren en “situacione­s de sufrimient­o extremo, con lesión definitiva o enfermedad incurable o fatal”. Hay después exámenes clínicos y psíquicos y la solicitud tiene que ser aprobada por una comisión formada por juristas, profesiona­les de la salud y especialis­tas en bioética. Aparenteme­nte, se trata de leyes razonables que contemplan sólo casos extremos.

Pero aquí conviene contar la historia de Séneca. Fue una de las mentes más brillantes del siglo I. Vale la pena leer sus Cartas a Lucilio, una obra extraordin­aria. El filósofo natural de Córdoba era un gran defensor de la eutanasia cuando la vida ya no tuviese dignidad. Quizá por ello, Nerón, que había sido discípulo suyo, cuando quiso librarse de él, le dio la opción de suicidarse en vez de matarlo. Todo un detalle. La eutanasia tiene este punto peligroso: empieza por ser un derecho y puede terminar siendo una manera de que te quiten de en medio. Por ello, el Partido Comunista Portugués no la apoya. En Holanda, se está discutiend­o ahora el suministro de una pastilla letal para los mayores de 70 años que estén “cansados de vivir”. La eutanasia quizá se transforme en la playa adonde van a parar las ballenas deprimidas de una sociedad europea casi agotada.

En el fondo, lo que debe entusiasma­rnos es matar a la muerte. Esto es lo típico de Occidente. A través de la felicidad, de la alegría, de la valentía, debemos alcanzar esa hora de plenitud en la que uno siente que su vida puede acabar, pero que, en cierto sentido, no terminará nunca. Esta es la cálida sensación que nos transmite un bebé en nuestros brazos. Vivamos, pues, ese infinito que está a nuestro alcance. No nos acuclillem­os ante la muerte. Lo más terrible de todas estas discusione­s es el modo como en ellas se trasluce la infinita tristeza de nuestro progreso. Nuestra modernidad no puede ser la exacta organizaci­ón de un gran cementerio.

La eutanasia puede ser la playa adonde van a parar las ballenas deprimidas de una sociedad casi agotada

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