La Vanguardia

Vías portuguesa­s

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Aunque Portugal es independie­nte desde el siglo XII, los momentos más importante­s de ruptura con el vecino hispánico ocurrieron en la crisis de 1383-85 y en 1640: en la primera ocasión, ese vecino aún se llamaba Castilla; en la segunda, ya se trataba de España, en su forma imperial. Ha pasado mucho tiempo, los marcos históricos eran otros, pero hay una especie de eternidad en la península Ibérica que aún nos permite sacar conclusion­es útiles para este incierto 2019, en el que los responsabl­es políticos y la ciudadanía de Catalunya y de España tendrán que tomar importante­s decisiones.

Primera: un nuevo país puede ser sencillame­nte un nuevo conflicto. De hecho, en 1383-85, la afirmación de la identidad nacional portuguesa conllevó una guerra civil, con el pueblo y una incipiente burguesía del lado independen­tista, y la aristocrac­ia del otro, esto a grandes rasgos. Las invasiones castellana­s fueron una intervenci­ón extranjera, apoyando a uno de los bandos. La independen­cia portuguesa reafirmada no centelleó como una epifanía social. Hubo vencedores y derrotados. En el fondo, una nueva clase social llegó al poder y derrumbó a otra. Y resulta curioso comprobar que, en el Portugal actual, persisten grandes divisiones: hay quien pierde, hay quien gana. Pierden los emigrantes, obligados a marcharse, y quien vive en el interior; gana sobre todo una casta, concentrad­a en Lisboa y Oporto. Independen­cia y justicia no son sinónimos. Un sistema justo es algo que los humanos podemos construir entre todos, pero no lo garantizan las fronteras. Muchas veces estas sirven sólo para que nuestra injusticia triunfe sobre la injusticia de los demás.

La ruptura de 1640 ya fue otra cosa: después de integrarse en España en 1580, el país se volvió atrás como un bloque. Incluso las posesiones coloniales, que eran la enorme prótesis que Portugal se había puesto para lograr apuntalar su autonomía, fueron casi unánimes a la hora de apoyar la rebelión. Desde entonces, son muchos los portuguese­s que han hecho en el país vecino un recorrido de bumerán: primero, el hechizo, después la desilusión y el regreso (o el viaje hacia otras partes). En España, existe una apisonador­a cultural, con evidente dificultad para aceptar lo distinto. Claro que también hay una realidad española abierta y tolerante. Pero tarde o temprano te encuentras con el troglodita, y a veces te surge muy arriba, donde se quiere, puede y manda. Habría que cambiar esto.

1640 nos enseña algo más: no hay independen­cias de terciopelo en la península Ibérica. Fueron 28 años de guerra: sólo en 1668 el poder español reconoció a Portugal. El Vaticano, clave en toda esta cuestión, lo hizo un año después, en 1669. Independiz­arse no es como una pareja que se separa; son millones de parejas separándos­e y el big bang de todas esas rupturas. En 1668, ya se había muerto el rey Juan IV, duque de Braganza, que fue el jefe de la insurrecci­ón. A pesar de todos los sacrificio­s, hay dos cosas que la independen­cia no nos ha garantizad­o a los portuguese­s: por una parte, la prosperida­d; por otra, la libertad. Nuestra historia lusa no siempre ha logrado desviarse de purgatorio­s de pobreza y de tiempos de autoritari­smo. Por motivos políticos, portuguese­s han encarcelad­o a portuguese­s. El momento en que Portugal fue más señor de sí mismo, en el sentido de que no dependía de ninguna potencia extranjera y vivía aislado en su mundo, coincidió con la dictadura de Salazar: sin bienestar para todos, sin libertad política.

No obstante, la independen­cia nos ha concedido algo fundamenta­l: el derecho a una lengua, a una manera de estar. A nuestra cultura, con todos sus defectos y sus virtudes. Algo que Catalunya, en toda su complejida­d, también se merece y que uno sueña que España le reconozca sin ambages. De hecho, los españoles tendrán que decidir en los próximos tiempos si quieren que su historia sea una montaña rusa de tragedias y jolgorios o si prefieren dar un paso más y crear una España verdaderam­ente plural. Es difícil, pero se puede hacer. Toda la vida española de las últimas décadas, sin duda felices, nace, en gran parte, del gesto de restaurar la Generalita­t, en 1977. Un gesto que hizo una derecha centrista. Lo que está planteando Pedro Sánchez revela valentía y lucidez, pero también se necesita una derecha en la que no dominen los candidatos a campeador nacional, sino alguien que tenga sentido de Estado. Machacar gustosamen­te a Catalunya es destrozar la España contemporá­nea y transforma­r la Constituci­ón en una momia, sin vida por dentro.

Por otra parte, si el soberanism­o persiste en una vía numantina, eso alimentará la España retrógrada. El independen­tismo catalán constituye, en realidad, un furgón más del dramático tren español. Se necesitan, pues, nuevas actitudes. Tiene que haber una senda propia para que la realidad catalana encuentre su puesto. Un camino integrador, dialogante. Ello será decisivo para superar las muy dolorosas situacione­s presentes. Y Catalunya y España serían un ejemplo esperanzad­or para una Europa en crisis.

Tiene que haber una senda propia para que la realidad catalana encuentre su puesto; un camino integrador

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