La Vanguardia

Cultura popular

- Llàtzer Moix

CADA verano se celebran en España incontable­s festejos populares. Algunos son eminenteme­nte lúdicos, como la Tomatina de Buñol o la Batalla del vino de Haro. Otros evocan episodios históricos y permiten a los vecinos vestirse de troglodita­s, vikingos, moros o cristianos. Otros se caracteriz­an por su tono macabro, como la romería de ataúdes de Santa Marta de Ribarteme (Pontevedra). Y otros son crueles, en particular con los animales: gansos decapitado­s, cabras arrojadas del campanario y toros alanceados, asaeteados, embolados, enmaromado­s, lanzados al mar, etcétera. En la variedad está el gusto.

Cuando alguien se lamenta ante estos excesos y propone su abolición, por considerar­los indignos de la “cultura popular”, los lugareños suelen reaccionar airados. Su primer argumento es que los forasteros no tienen derecho a opinar sobre su acervo, ni nada que enseñarles. Faltaría más. Y el segundo es que su fiesta es una tradición y un patrimonio inalienabl­e. Según este principio, los muchos años de un festejo hacen tolerables sus excesos. De hecho, el único rival temible de los festejos bárbaros no es la civilizaci­ón: es la pobreza. Algunos pueblos preferiría­n echar mano de las partidas sociales antes que quedarse sin presupuest­o para las fiestas. Pero, aún así, la crisis impuso algunos recortes.

Por ejemplo, en Mataelpino, una pedanía del Guadarrama, a 55 kilómetros de Madrid y 1.120 metros de altura, que en el 2011, con gran dolor, se vio obligada a prescindir de sus encierros taurinos y reemplazar­los por el llamado boloencier­ro. En esta modalidad de su invención sustituye al animal una bola de “poliespán” de tres metros de diámetro y 220 kilos de peso, que se echa a rodar pueblo abajo hasta la plaza de toros. Los mozos corren delante de ella, como corría Indiana Jones para evitar que le arrollara la esfera pétrea de En busca del arca perdida. Y, sobre todo, que les aplaste contra un muro, porque alcanza los 30 kilómetros por hora y, a esa velocidad, el impacto puede equivaler al de cuatro o cinco toneladas.

El año pasado se registraro­n en el boloencier­ro dos heridos graves. Este año, uno más, con politrauma­tismo craneoence­fálico y torácico. Por fortuna, no se han reportado percances semejantes en el boloencier­ro infantil (donde la bola no pesa más de 50 kilos). Minucias a parte, todo va bien. “Cada vez viene más gente –dice un vecino–. El boloencier­ro es la mejor marca del pueblo”. Ya están pensando en aconsejar a los mozos a usar un caso. Y aquí paz y después gloria.

Resumen: en Mataelpino han logrado sobreponer­se a la pérdida de su encierro taurino de toda la vida y, de paso, ahorrarles a los toros un mal rato. Bravo.

Lástima que, al tiempo, no se lo hayan evitado también a los humanos, algunos de los cuales abandonan el festejo malheridos, con fractura craneal y la caja torácica astillada. Pero, eso sí, sin cornadas. ¡Es el progreso!

En el encierro de Mataelpino ya no sufren los animales, pero algunos mozos siguen acabando malheridos

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