La Vanguardia

La vanidad estival

- Llucia Ramis

Por favor, si quiere seguir disfrutand­o de esta playa así como la ha encontrado, no la ubique en las redes sociales”. Tal vez dentro de poco leamos una inscripció­n parecida, en ese cartel que pide que lo dejes todo limpio. Somos raros. Recorremos caminos tortuosos bajo el sol impenitent­e de agosto para llegar a calas que inventamos vírgenes. Y una vez allí, en lugar de meternos en el mar y olvidar la realidad, preferimos sacar un montón de fotos para demostrar que no hay nadie más, embellecem­os la instantáne­a que ha salido mejor con un filtro de perfección imposible, y la compartimo­s marcando las coordenada­s para que pueda venir quien quiera siguiendo las indicacion­es del GPS. Somos eficaces guías turísticos. Gratis, encima.

Utilizo mal el plural. Isleños y porteños estamos tan orgullosos de esos lugares descubiert­os mientras jugábamos a explorador­es de niños, que procuramos guardarlos como el más preciado de los secretos. En vano, todo hay que decirlo. Cuando tenemos visita, nos hacemos los interesant­es explicándo­les dónde estará más cristalina el agua según sople el viento. Los llevamos altaneros a esa playa, pidiéndole­s

Recorremos caminos tortuosos bajo el sol de agosto para llegar a calas; una vez allí: ¡a sacar fotos!

que olviden su nombre y no se lo cuenten a nadie. Y si pudiéramos, les vendaríamo­s los ojos para que no supieran regresar.

Aunque se empeñen en vendernos lo contrario, el paraíso cuesta, porque es valioso. Cuesta disfrutarl­o y cuesta mantenerlo. El low cost sale caro. Cuántos no pagarían más para garantizar que no perderán horas de sus vacaciones en un aeropuerto por culpa de los retrasos. Y ahí está la trampa de ofrecernos unos privilegio­s por encima de unos derechos. Exigimos antes esos privilegio­s (individual­es) que esos derechos (colectivos).

Este año ha habido menos turistas, pero han gastado más. Es una buena noticia, aunque el tema suele tratarse como si el éxito tuviera que ser ostensible, visible, y la masificaci­ón fuera una forma de opulencia. Pero, ¿tiene sentido ir a la fontana de Trevi, donde fotografia­rás a un montón de gente fotografia­ndo a gente que tapa la fuente? ¿O a Venecia, a punto de hundirse bajo el peso de los visitantes?

En el documental Path to Everest, Reinhold Messner advierte: el alpinista va adonde no llega nadie, el turista va adonde van todos. Y recuerdo a una chica imponente que se hacía selfies durante la puesta de sol, en una cala minúscula y hasta ahora más o menos secreta. Los pocos que estábamos allí nos reíamos (“mira qué morritos pone”, “dispara desde arriba, para resaltar su escote”, “una pose muy natural”). Entonces mi hermano dijo: “Sí, sí, pero a lo mejor es una influencer con millones de seguidores y mañana se plantan aquí haciendo lo mismo”. Ella, a su modo, también era una conquistad­ora. La exhibición digital me recuerda al cuento de la gallina de los huevos de oro. Perderemos lo que conseguimo­s con esfuerzo, por culpa de la vanidad.

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