Tocado, no hundido
La crisis del régimen del 78 es evidente pero no implica que el Estado español esté a punto de hundirse como un edificio en ruinas. El independentismo catalán, Podemos y algunos entornos intelectuales y políticos han diagnosticado con acierto las disfunciones, averías y patologías del sistema forjado durante la transición, pero han tendido a concluir de manera precipitada que esta España se hunde. Lo que vemos es un Estado convertido en un barco muy tocado, pero capaz de navegar perfectamente, a pesar de sus numerosos problemas y el descrédito institucional que proyecta.
La sentencia del caso de La Manada, el caso de Alsasua y la argumentación del juez para inculpar a varios políticos catalanes son situaciones diversas que tienen en común el generar muchas críticas –también desde el mundo judicial– hasta el punto de alimentar una gran desconfianza hacia el poder del Estado encargado de impartir justicia y de interpretar la ley. Las declaraciones del ministro Catalá a raíz de la indignación popular por el caso de La Manada han servido para iluminar una actitud marcada por el oportunismo, el intervencionismo y el populismo, que no se puede desvincular de una idea muy peculiar de la separación de poderes, y de un estilo de gobierno que parte de la premisa de que la gente es idiota.
El Gobierno Rajoy decidió poner en manos de los jueces la contención de un conflicto político de gran dimensión como es el de Catalunya. Esta externalización está mostrando –sin querer– las debilidades, las miserias y las zonas de sombra de una esfera institucional que, a diferencia de lo que se hizo con el ejército durante la etapa de Narcís Serra en Defensa, se adaptó a la democracia sin eliminar previamente las capas de los años oscuros, con sus inercias, valores y costumbres. No estoy diciendo que el franquismo lo explique todo, atención; estoy constatando una realidad histórica: el aggiornamento que transformó las fuerzas armadas después del intento golpista de 1981 no tuvo equivalente dentro del poder judicial. Los uniformes daban más miedo que las togas en aquellos momentos, por razones obvias.
La crisis del modelo bipartidista y de los dos grandes partidos –PP y PSOE– ha dejado un gran espacio vacío que ahora llenan el Estado profundo y sus servidores. Antes teníamos un Guerra en primera línea y ahora tenemos un juez Llarena. Es una diferencia fundamental: el primero pasaba por las urnas, el segundo forma parte de una estructura que tiene vida propia y disfruta de protección corporativa. Además, todo esto sucede en un contexto ideológico de retorno al autoritarismo y revisión a la baja de derechos y libertades fundamentales, como la libertad de expresión o la presunción de inocencia. El desgaste del PP y del PSOE –incluidos sus casos de corrupción– genera un protagonismo inesperado de nuevas figuras, que pueden encarnar lo que es percibido como perenne, lo que quedaría supuestamente al margen de las batallas electorales y las dificultades partidistas. Como una especie de tecnocracia por la puerta de atrás.
En un exceso de optimismo (o de pesimismo, según quien lo mire), cierto independentismo y cierta izquierda podemita habían pronosticado que la aluminosis del Estado surgido con la Constitución de 1978 era imparable. Seamos honestos: era fácil compartir este relato ante la intensidad de algunos fenómenos. Algunos episodios contribuyeron de manera especial a provocar este efecto óptico, como la degradación escandalosa del TC o la crisis que afectó a la Corona y que desembocó en la abdicación de Juan Carlos I y la proclamación de Felipe VI. En esos momentos, muchos recordamos aquel 1898 de la pérdida de las últimas colonias de Cuba y Filipinas y, salvando todas las distancias que había que salvar, vimos que ciertas maneras de hacer se repetían, así como algunas liturgias y trampas retóricas. También algunas maniobras de distracción, pensadas para dar gato por liebre.
Evitemos comparaciones que no describen bien el presente, aunque sean atractivas. La España de hoy no es “la Morta” de la que escribía Joan Maragall en octubre de 1898, aquel país decadente y carcomido por la Restauración. Evitemos los paralelismos que parecen automáticos, aunque fábulas como la de Cifuentes en Madrid inviten a mirar por el retrovisor y hablar de caciquismo. Cada cosa en su lugar. Por ejemplo, Zoido hace un ridículo monumental cuando quiere condecorar a los policías alemanes que detuvieron a Puigdemont pero esta tontería del titular de Interior no nos indica que el Estado esté a punto de ir a la quiebra. Seamos prudentes. Hay políticos, partidos e instituciones en España en proceso de descomposición, pero todo tiene el color más de una enfermedad crónica que de una enfermedad terminal. El Estado profundo trabaja para corregir los errores y los resbalones de los gobernantes. Si tienes un Estado, tienes unos profesionales encargados –por encima de todo– de evitar el naufragio. A veces, sin embargo, estos profesionales tampoco aciertan, como es notorio. La enfermedad crónica va para largo, me parece.
Antes teníamos un Guerra en primera línea y ahora un juez Llarena; es una gran diferencia: el primero pasaba por las urnas