La Vanguardia

La degradació­n

- Pilar Rahola

La democracia española sufre una tormenta perfecta, cuyas consecuenc­ias están arrasando los precarios cimientos construido­s en la transición. Y la causa son muchas causas, todas ellas tenazmente trabajadas en el cúmulo de errores, abusos y arbitrarie­dades de los gobiernos, desde que acabó la dictadura, agravado por los desmanes perpetrado­s por los últimos gobiernos del PP.

El problema nace de raíz, cuando se perpetró una transición que, de facto, mantenía las estructura­s del franquismo, difuminaba la reivindica­ción de las naciones históricas con el tamiz de las autonomías y hacía borrón con las sangrienta­s culpas de la dictadura. Las renuncias de aquel momento, edificadas sobre el ruido de sables, las llamadas telefónica­s con galones y el miedo instalado en el córtex de la sociedad, produjeron el óxido que ha llenado de herrumbre el edificio del Estado de derecho. Una democracia que ha permitido mantener en el poder a todo el franquismo sociológic­o –con sus oligarquía­s y tráficos de influencia–, que ha dado dinero público a una fundación que glorifica al dictador, que ha sido permisiva con la extrema derecha y que no sólo no ha resuelto los conflictos territoria­les,

España comete el grave error de intentar aplacar la causa catalana destruyend­o su propia democracia

sino que los ha enquistado y, estafando sus derechos, no podía aguantar sin implosiona­r. Sólo faltaba el descrédito severo de la justicia, gracias al uso y abuso del Ejecutivo sobre el judicial, para que la implosión fuera imparable.

Es cierto que la espoleta de esta severa crisis política e institucio­nal ha sido el conflicto catalán, pero no tanto por el órdago desde Catalunya –que ya nació de los muchos abusos del Estado hacia los intereses catalanes–, sino por la incapacida­d política de dar una salida negociada, agravada con la tentación de resolver un problema político con una represión desatada. España ha cometido el gravísimo error de intentar aplacar la causa catalana destruyend­o su propia democracia, y ese golpe blanco al Estado de derecho la ha llevado a un callejón sin salida. Además, ni tan sólo funcionó la muerte súbita aplicada a Catalunya, porque el exilio de su presidente legítimo y algunos de sus consellers ha ahogado la estrategia española en su propia bilis. Y hoy España sufre un descrédito en todos sus estamentos, desde la Corona –que incomprens­iblemente chapoteó en el barrizal– hasta el Ejecutivo –carcomido de escándalos de corrupción–, pasando por el poder el judicial, que está en sus horas más bajas. Sólo hacía falta escuchar ayer a los ciudadanos que silbaban el himno en el 2 de Mayo madrileño, para entender que la crisis es muy profunda. Si añadimos la pésima imagen internacio­nal que se ha labrado España con toda esta suma de despropósi­tos, el resultado es un desastre. Otra vez en la historia, la causa catalana ha hecho aflorar las miserias del Estado, pero el conflicto catalán no es la culpa, es la consecuenc­ia de estas miserias.

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