Inagotable capacidad de sufrimiento
¿Quién se acuerda de la primavera de Damasco del año 2000? Fue tan efímera como decía un bello artículo de Josep Carner: “Com la doncellesa d’una noia àrab”. El poeta cónsul describía entonces la belleza alegre del oasis de Guta con rosas, narcisos, anémonas, cerezos, melocotoneros, a la afueras de Damasco. Es el lugar donde, según la leyenda, el profeta Mahoma rehusó penetrar porque “sólo hay un paraíso celestial para los musulmanes”. Aquella primavera fue la fugaz promesa de libertad política del joven Bashar el Asad que por breve tiempo animó a los sirios sometidos al régimen represivo de su progenitor. Fue un movimiento de élites, pero cuando hace siete años brotaron las primaveras árabes, la oposición reivindicó esas promesas.
Todos los análisis que se hicieron después dando por hecho el rápido hundimiento del régimen fueron falsos. Todavía me acuerdo de aquel amigo embajador que aseguraba que los días de Bashar el Asad estaban contados. Siria ha sido la tumba de la información, y su guerra se libra a puerta cerrada.
En el Líbano la guerra duró 15 años (1975-1990) y concluyó con un acuerdo entre EE.UU. y Siria. Era el tiempo de la guerra fría y las circunstancias internacionales eran menos confusas que hoy. Antes en el Líbano, ahora en Siria, los planes preconcebidos no se pueden ejecutar porque surgen una y otra vez variantes, injerencias, cambios de rumbo que prolongan el sufrimiento de la población civil. Pregunté una vez a Ualid Jumblat, uno de los señores de la guerra, porque no tenía en cuenta el agotamiento de la población, y me contestó diciendo: “No saben lo que está en juego”. Aquí los pueblos son puro objeto.
Como todos los caminos pasan por Damasco, los sirios son carne de cañón, y especialmente los refugiados, de pérfidas intrigas internacionales. La entrada en combate de Rusia en ayuda de El Asad pudo salvarle a tiempo. Al desmoronarse la URSS, su influencia en Oriente Medio –Irak, Siria y antes Egipto– desapareció. Las relaciones ruso-sirias no sólo eran político-militares, sino económicas y culturales con miles de sirios que gozaban de doble nacionalidad. Con Putin, Rusia ha recuperado la presencia que tuvo durante décadas. Sus fronteras están muy cerca de Oriente Medio, y el yihadismo ha penetrado en sus territorios. Hace unos meses se especulaba sobre la posibilidad de que durante este año se pudiese llegar a un acuerdo para el fin de la guerra. Han proliferado planes de reconstrucción y se creyó que llegaba el tiempo del retorno de los refugiados. El impulso que ha dado la Administración Trump a su intervención militar a fin de evitar que Moscú sea el deus ex machina del conflicto prolonga la guerra abriendo frentes como el de los kurdos de Afrin, combatidos por Turquía y sus aliados árabes opuestos al régimen damasceno. Era seguro que tras la batalla de Alepo, el ejército sirio que había aplazado su ataque a los rebeldes de Guta, percatado de la carnicería que provocaría en la población entre la que viven, emplearía su fuerza para derrotar el ultimo bastión de insurrectos en la periferia de la capital que está al alcance de sus cohetes. En el norte, en Irbid, aún queda otra plaza fuerte en manos de radicales islamistas, donde pudieron refugiarse los derrotados de Alepo.
Siete años de guerra y no se vislumbra el final. El trauma sirio ha roto todos los esquemas ideológicos, políticos, dejando a la izquierda árabe dividida. Han fracasado muchas negociaciones. ¿Cómo llegar a un pacto entre los que exigen acabar con todos los rebeldes y los que todavía enarbolan su deseo de que El Asad abandone el poder? André Malraux escribió en su La condition humaine que la “capacidad del sufrimiento del hombre es inagotable”.