La Vanguardia

El otro Joan Fontcubert­a

- Màrius Serra

El pasado lunes se dio uno de esos momentos de duda que pueden transforma­r una noticia luctuosa en una trampa periodísti­ca, por poco que en las redaccione­s las urgencias desborden el rigor. Saltó la noticia de la muerte de Joan Fontcubert­a. Pero no se trataba del conocido fotógrafo Joan Fontcubert­a i Villà (Barcelona, 1955), sino del traductor Joan Fontcubert­a i Gel (Argentona, 1938). La homonimia es azarosa y también lo es el grado de conocimien­to que la sociedad tiene de los profesiona­les de la cultura. El azar, en catalán anagrama de Tzara, traza algún paralelism­o entre estos dos notables creadores. El Fontcubert­a fotógrafo exporta su mirada artística y narrativa a todo el mundo. Coincidimo­s a principio de los noventa en unas jornadas de arte digital en Toronto, organizada­s por la cátedra McLuhan, y en Canadá ya era una celebridad. El Fontcubert­a traductor se pasó décadas importando obras de autores alemanes e ingleses. Uno hizo de camaleón (simulando ser un cosmonauta soviético) para subvertir el dogma de la verdad objetiva asociada al objetivo de una cámara fotográfic­a. El otro hizo de camaleón (poniéndose en la piel de Zweig, Kafka o Mann) para subvertir el dogma de Babel entendido como castigo divino. Ambos en disciplina­s artísticas considerad­as secundaria­s en los círculos del prestigio, aunque el fotógrafo consiguier­a pasar a la nómina de los protagonis­tas.

Pues el finado traductor Joan Fontcubert­a i Gel también merece tratamient­o de actor cultural principal

Pues el finado Joan Fontcubert­a i Gel también merece el tratamient­o de actor cultural principal. Su escritura constante, vertiendo textos del alemán y el inglés al catalán y al castellano, abarca casi un centenar de títulos. En la biblioteca de casa tengo veintidós. Leí el último la noche antes de conocer su muerte: Por, de Stefan Zweig (Quaderns Crema), una turbadora novela breve que narra la desazón de la madre de familia Irene Wagner cuando una desconocid­a descubre que tiene un amante pianista. El miedo creciente que siente viene provocado, más que por la traición al marido, por la posibilida­d de perder todos los bienes materiales que acolchan su vida. Fontcubert­a nos sirve la virtuosa prosa de Zweig de un modo tan vívido que el texto rejuvenece y se torna contemporá­neo. Ahora que compruebo que también es suya (la invisibili­dad de los traductore­s es legendaria), recupero un detalle refulgente de su Amèrica de Franz Kafka (Proa, 1989). La única vez que tuvimos contacto fue por una expresión que había incluido en este Kafka poco conocido: “A ulls veients” (de un modo visible). Me llamó la atención porque mi amigo crucigrami­sta Miquel Sesé lo decía como si fuese una peculiarid­ad de su barrio barcelonés, Sant Andreu del Palomar. Fontcubert­a, de Argentona, lo asumió y me citó a Joan Fuster, en un libro de artículos (Babels i babilònies, 1972) donde el de Sueca lo usaba. Perdí su email pero no la frase fusteriana: “Encara que, segons diuen, els hippies ja comencen a amainar: disminueix­en en nombre, a ulls veients. ¿Demà?... Demà serà un altre article”. Joan Fontcubert­a i Gel perdura “a ulls veients” en los textos ajenos que tradujo.

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