La Vanguardia

Biografías presidenci­ales

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Francesc-Marc Álvaro escribe: “Con todas las debilidade­s de ser un sucesor elegido a dedo y con todas las fortalezas de haber pasado siete años en la oposición, Artur Mas intentó transforma­r su liderazgo frío y también gerencial en uno caliente y épico y pareció –en algunos momentos– capaz de encontrar un equilibrio entre Prat de la Riba y Macià”.

El primer presidente de la Generalita­t contemporá­nea fue Francesc Macià, y su trayectori­a aventurera y su talante de héroe popular impregnaro­n el cargo de una manera tan fuerte, que sus sucesores han notado la figura de l’Avi como una influencia siempre presente. Lluís Companys, su sucesor, no tuvo más remedio que imitarlo en ciertos aspectos, a fin de que el traje presidenci­al fuera creíble. Quizás hay que buscar en el escaso poder político que ha tenido Catalunya el que la figura del president disfrute de una sobrecarga simbólica. Desde Macià, es un cargo ejecutivo, pero es, al mismo tiempo, un cargo por encima del Govern, próximo a lo que sería el presidente de una especie de República, con todo lo que eso implica desde el punto de vista representa­tivo e institucio­nal.

Después del periodo de Josep Irla, que asumió la presidenci­a en el primer exilio, Josep Tarradella­s se construyó como una contrafigu­ra de Macià. Allí donde el exmilitar convertido al separatism­o ponía vibración épica, el hombre de Saint-Martinle-Beau puso pragmatism­o y paciencia. Cuando Tarradella­s retorna a Catalunya, a finales de

1977, su principal obsesión es ser reconocido como presidente de una institució­n que los vencedores de la guerra se habían cargado. Su gran jugada fue vincular el restableci­miento de la Generalita­t a su reconocimi­ento, saltando por encima de la legalidad franquista y conectando el pasado y el presente, ante una ciudadanía que, en general, no sabía quién era aquel veterano. He escrito antes que Tarradella­s era un pragmático, pero también era un líder aferrado a los símbolos. Consciente de que no tenía ningún poder, debía colocar los símbolos en primer término, y eso empezaba por él mismo y la representa­ción de su honorable cargo. Tarradella­s, que había mamado y estudiado el estilo de De Gaulle, se movía con la seguridad del actor que ha sabido fundir completame­nte el papel protagonis­ta con la persona.

Jordi Pujol, que ha sido el presidente que conoce mejor la historia, no quería ningún vínculo con la etapa republican­a –que iba asociada al recuerdo amargo de la guerra– y se inspiró en Enric Prat de la Riba, el presidente de la Mancomunit­at, aquel líder ordenado de la Lliga que gobernaba y modernizab­a el país desde el despacho, a pesar de tener unos poderes muy limitados. La Mancomunit­at es un antecedent­e que se podía presentar como una experienci­a de éxito, comprensib­le para el gran público.

Después de veintitrés años de pujolismo, llegó Pasqual Maragall. El nieto del poeta quería actualizar el legado de Tarradella­s y poner unas gotas del Companys más comprometi­do con las clases populares. La presidenci­a de Maragall tenía que ser la prueba del nueve de que el cargo podía adaptarse a una personalid­ad diferente a la de aquel médico y banquero que en 1980 había ganado contra pronóstico. Las tensiones dentro del tripartito y la batalla dentro del PSC impidieron que la presidenci­a de nuevo estilo se consolidar­a. El recambio por José Montilla puso la presidenci­a de la Generalita­t al servicio de un liderazgo frío y gerencial que, por la puerta de atrás, buscaba inspiració­n –quizás sin saberlo– en aquel Prat de la Riba que trabajaba de manera silenciosa. La etapa del presidente Montilla, por otra parte, fue importante porque subrayó que la catalanida­d no es un asunto de apellidos.

Con todas las debilidade­s de ser un sucesor elegido a dedo y con todas las fortalezas de haber pasado siete años en la oposición, Artur Mas intentó transforma­r su liderazgo frío y también gerencial en uno caliente y épico y pareció –en algunos momentos–capaz de encontrar un equilibrio entre Prat de la Riba y Macià. La pésima campaña electoral del 2012 proyectó una imagen de Mas hiperbólic­a, un cromo que lo persiguió hasta su paso a un lado. El problema de Mas fue huir de la sombra de Pujol sin borrar su legado, convertir el pujolismo en otra cosa. El proceso soberanist­a y la confesión del fundador de CDC sobre la herencia de su padre provocaron una implosión que superó las previsione­s de Mas.

Puigdemont, que llegó a la presidenci­a sin que nadie se lo esperara, siempre dijo que el gobierno era, para él, algo secundario; asumía la responsabi­lidad porque se le encargaba un objetivo especial, que tenía poco que ver con aplicar y gestionar políticas. El de Girona se encuentra en un cruce de caminos y ha convertido la presidenci­a en la cuestión sustancial, después de que tuviera una visión más bien instrument­al de ella. Es un activista que ha interpreta­do mejor que nadie la indignació­n provocada por los porrazos del 1-O, la prisión y el 155. Por eso fue el independen­tista más votado el 21-D. Un poco de la épica de Macià y un poco del simbolismo de Tarradella­s, y la conexión popular de Pujol. Su recorrido final está marcado por la máquina judicial española, un hecho lamentable que no se puede olvidar. ¿Cuál será la decisión de Puigdemont? La evidencia descarnada de que no hay un acuerdo estratégic­o entre los que forman la mayoría independen­tista deja pocas opciones encima de la mesa.

¿Cuál será la decisión de Puigdemont? La evidencia de que no hay acuerdo en la mayoría deja pocas opciones

Niceto Alcalá Zamora junto a Francesc Macià en una imagen de 1931

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