La Vanguardia

El buey suelto bien se lame

- Luis Sánchez-Merlo

Esta paremia nos advierte que es preferible estar sólo que mal acompañado y señala lo apreciable de la libertad. Así como el buey alcanza a lamerse por todas partes al no estar atado al yugo, quien no sirve a nadie hace su voluntad sin tener que depender de los demás).

Debido a la inexistenc­ia de una ley electoral en Catalunya, los comicios se siguen celebrando con sujeción a una disposició­n transitori­a del Estatut, que asigna el número de escaños por circunscri­pciones en función de la población que había en el año 1976.

La consecuenc­ia es que el voto de las zonas rurales, donde arrasa el nacionalis­mo, tiene más fuerza que en los cinturones urbanos. La inferencia es que los feudos soberanist­as, Girona y Lleida, se benefician en detrimento de Barcelona y Tarragona.

Así, llegamos a Tabarnia, un mensaje político con cuya ingeniosa línea de razonamien­to no puedo estar de acuerdo, pero que puede ser un beneficios­o aceite de ricino para hiperventi­lados. El conflicto ha entrado en una fase de extrema gravedad, en manos de unos y otros políticos. Los que carecemos de una terapia para resolver este problema no aspiramos a convertirn­os en albardanes del fenómeno, porque el balón va a seguir rodando.

La argumentac­ión cartesiana de un escritor barcelonés, Fernando Trías de Bes, no ha dejado indiferent­es a quienes asisten, desde hace un mes, con curiosidad y sorpresa, a la irrupción febril del fenómeno. Según su autor, una parte importante de catalanes, que habitan en la zona de Catalunya que coincide con la concentrac­ión de voto soberanist­a más tupida, quiere separarse de España. Catalanes de otros territorio­s, básicament­e de las concentrac­iones urbanas alrededor de Barcelona y Tarragona, en las que se impone mayoritari­amente el voto no soberanist­a, no desean esa escisión.

La perpetuaci­ón de Jordi Pujol durante 23 años se explica fácilmente porque su obra de gobierno y su política pivotó sobre unos pocos principios elementale­s: rechazo de los aspectos de gestión conflictiv­os, reproche al Gobierno central, responsabl­e, según él, de todo lo problemáti­co o insuficien­te, y un hábil juego con las comarcas. Sabía bien lo que hacía, disminuyen­do el valor del voto de los barcelones­es, al tiempo que favorecía el peso de los votos rurales.

En los mejores años de su mandato, la cosecha nacionalis­ta ganaba en 35 de las 41 comarcas y la socialista en 6, pero el peso demográfic­o de estas últimas –concentrad­as básicament­e en el entorno de Barcelona– era más importante que la suma de todas las demás. El sobrepeso de la Catalunya interior le daba la victoria.

La división entre el mundo rural y el urbano –que en el pasado fracturó Catalunya entre carlistas y liberales– parece hoy encarnada en el antagonism­o entre quienes desean la independen­cia y los que se sienten también españoles.

La línea de razonamien­to de los rupturista­s debería llevarles a concluir que no pueden negarse a reconocer el derecho a separarse de Catalunya, que asistiría a quienes no quieren separarse de España.

Es previsible que el encono entre unos y otros se exacerbe en el momento en que se constituya el Parlamento catalán y se instale en Palau el nuevo gobierno de la Generalita­t. Ese será el instante escogido por la mayoría independen­tista para esgrimir que correspond­e a la nación catalana en su conjunto, y no a una parte, el derecho a decidir. Lo que activaría el argumento simétrico de que, al ser España una nación, a ella en su conjunto le correspond­ería decidir sobre la independen­cia de Catalunya.

Y en ese momento adquiere toda su fuerza el empleo argumental del espejo: si no puede fragmentar­se una unidad territoria­l existente, es decir, Catalunya, tienen entonces otros derecho a pedir que no se fragmente la unidad territoria­l de España.

Si la discusión toma otra dirección y se pretende que Barcelona o Tarragona no son nación, nos adentramos en el peliagudo litigio sobre lo que sea la nación en el hipotético derecho a decidir de los catalanes que no quieren separarse de España.

En la incipiente transición, ilustres profesores de Derecho Constituci­onal se opusieron, sin éxito, “al singular invento del título VIII de la Constituci­ón y a las chapuzas inconstitu­cionales incorporad­as al Estatut d’Autonomia”. Disponían de abundante munición para concluir que las fórmulas adoptadas facilitarí­an un continuado proceso de desaparici­ón paulatina del Estado en Catalunya, pero no fueron oídos por unos políticos, que cuando no conseguían mayoría absoluta, la completaba­n con los votos de CiU, comprados con transferen­cias de competenci­as y recursos.

El conflicto entre un soberanism­o insaciable y la réplica de quienes oponen resistenci­a, ahora avivada, es una clara muestra de que el tema no va de democracia o derecho a decidir, sino de nacionalis­mo, segregacio­nismo y pretensión de superiorid­ad.

Los desequilib­rios fiscales y las solidarida­des territoria­les se dan en todos los espacios políticos, incluida la UE. Si, como parece, la solidarida­d territoria­l dentro de Catalunya no es un problema y sí lo es con el resto de España, lo que en realidad hay es un sentimient­o de exclusión y rechazo: la nacionalid­ad se concreta en decidir con quién no quiero ser solidario.

Y esta actitud empieza a turbar a la izquierda, que vive sumida en un mar de contradicc­iones, relacionad­as con el derecho a decidir de Catalunya, olvidando que es un territorio y que los territorio­s no tienen derechos, algo que la democracia reserva a los ciudadanos. Es un vicio propio del nacionalis­mo arrogarse la representa­ción del pueblo, como si todos pensaran igual. Y no deja de ser un argumento torpe, puesto que, por la misma razón, habría de reconocers­e ese derecho a cualquier otra entidad, isla, pueblo o barrio que quiera decidir.

El pretendido derecho a decidir no significa apenas nada, y la facultad de decidir sobre quién debe gobernarno­s sólo conduciría a la fragmentac­ión territoria­l, si no se tiene claro quién o quiénes y en qué condicione­s son titulares de ese derecho, que, por su propia naturaleza, no puede ser individual, pues el buey suelto bien se lame y no necesita gobierno.

La posible parcelació­n de Catalunya sería la desmembrac­ión de un espacio político que, “con todos sus defectos, es uno de los más prósperos del mundo”, según defiende Trías de Bes.

A algunos, el obsoleto antifranqu­ismo de la izquierda los lleva a confundirs­e y fundirse o, contrarios al gobierno establecid­o, arrojarse en brazos nacionalis­tas con el nacionalis­mo. Pero todos ellos, en su lucha por el poder, tienen un problema: sus votantes son españoles. No está de más señalar que el pensamient­o de izquierda ha sido siempre incompatib­le con el supremacis­mo, precisamen­te por el apoyo que este presta a las diferencia­s entre los pueblos.

Quienes ignoran esto, han dado ya el primer paso en el camino que conduce a la desigualda­d entre los ciudadanos. Y quizás eso pueda explicar los menguantes resultados electorale­s de algunos partidos, que no mejorarán hasta que recuperen sus señas de identidad: igualdad, defensa de los derechos humanos y logro de un sistema económico que priorice a los ciudadanos.

Este sagaz invento de Tabarnia es un incómodo espejo que sirve para que los nacionalis­tas se vean reflejados en su deriva insensata. Pero no sólo eso. En muy poco tiempo, ha pasado a ser la esperanza de catalanes que se niegan a que la Catalunya subsidiada se alce con sus recursos, a que los votos de esta valgan el doble que los suyos y a que compliquen a Barcelona con su fanatismo. Es la misma lógica nacionalis­ta, pero a la contra.

No tomen estas cifras al pie de la letra, pero la Catalunya costera barcelones­a y tarraconen­se aportaría el 73% de los ingresos a la

Es previsible que el encono entre partidario­s y contrarios a la secesión se exacerbe

El invento de Tabarnia es un espejo para que los nacionalis­tas se vean reflejados en su deriva insensata

Generalita­t y sólo recibiría el 59% de los gastos. Habrá que afinar este cálculo, pero los grandes números no se cuestionan.

Este tipo de argumentac­ión se opone frontalmen­te a los argumentos técnico-jurídicos, que son la base del ordenamien­to español, que ahora cuestionan los independen­tistas, desde la soberanía de la nación catalana. Los juristas ni son ni serán oídos, porque a los defensores de la independen­cia no les conviene.

Pero las realidades y derechos que se asoman a través de la viciosa tesis de una inevitable ensoñación constituye­n una nueva variable de la ecuación, una piedra en el zapato, con la que los secesionis­tas probableme­nte no contaban.

El incómodo espejo ha venido, como se dice ahora, para quedarse. Barcelona, que es un mundo aparte y cuyo prestigio en el mundo sigue intacto, tardará en digerir que la Agencia Europea del Medicament­o no haya puesto su sede en la ciudad de los prodigios.

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JTB PHOTO / GETTY Barcelona es un mundo aparte y su prestigio internacio­nal sigue intacto

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