La Vanguardia

“El bien y el mal, la estupidez y la bondad, van de la mano”

Tengo 69 años. Nací en Barcelona. Me instalé en Nueva York hace 45 años y ahora vivo entre Nueva York y Barcelona. Tengo una relación trasatlánt­ica con una mujer extraordin­aria. No tengo hijos. Como todo buen neurótico estoy obsesionad­o con la historia. S

- IMA SANCHÍS

Qué le ha enseñado la historia? Que conocerla no impide que se repita. Infinitas combinacio­nes para un mismo resultado, y es que la propia dinámica de la historia puede con todo. ¿Fruto del absurdo humano, la casualidad, la causalidad…?

Un poco todo. Es lo que decía Rilke: Temo que si me quitan mis demonios se puedan morir mis ángeles. El bien y el mal, la estupidez y la bondad, van de la mano.

Ha realizado usted muchas exposicion­es cuyo tema es la guerra, ¿qué sabe de ella?

La guerra se enseña, se aprende, tiene su propio lenguaje, su propia economía y hasta sus propias leyes. La guerra es una construcci­ón cultural.

Una cultura asimilada en todas las civilizaci­ones.

Sí, es fascinante como material de estudio porque a pesar de que tenga unos resultados tan pavorosos nunca hay escasez de material humano dispuesto a hacer la guerra. Me parece un misterio.

Cierto.

Cómo puede ser que tras algo tan apabullant­e como la II Guerra Mundial ahora vuelvan a emerger el racismo y el fascismo, organizado e instalado ya en los parlamento­s europeos.

No estamos a salvo de nosotros mismos.

Fíjese en la ingeniería militar, ¡es un prodigio!... La cantidad de esfuerzo para crear armas más potentes que las del vecino.

La guerra ha cambiado.

Ya no quedan grandes estadistas. En el siglo XVIII la guerra era como una partida de ajedrez, requería una gran capacidad de análisis. Había ejércitos cuyo general entendía que por cuestiones geográfica­s, la hora del día, los recursos..., iban a perder la batalla y eran capaces de rendirse antes de empezar.

¿Sin morir?

Eran ejércitos de mercenario­s que combatían hoy con unos y mañana con otros. Todos se conocían, así que tras rendirse se podían ir a tomar copas juntos. Al contrario que ahora, casi no había víctimas civiles. Hoy la política ha dejado de ser una actividad noble. Parece quincalla.

¿Qué ha marcado su propia historia?

Ser nieto de un republican­o represalia­do condenado a muerte que se salvó por los pelos pero pasó una década en prisión. Él y sus amigos se juntaban y siempre repetían: “A Franco le quedan dos días”, pero ellos murieron antes.

Los admiraba. Eran valientes. No se amilanaban por nada.

Un artista que hace arte con la historia...

De niño inventaba países, dibujaba las ciudades, los sistemas de transporte, la moneda. Mi padre era dibujante de publicidad y conseguía que le llegaran revistas americanas, a mí me fascinaban los anuncios de automóvile­s.

¿Coleccioni­sta de coches?

De juguete. Pero esa es mi influencia: aquellas dobles páginas donde lucía un Cadillac rosa, cuando aquí casi no había coches y todo era gris. Yo soñaba con aquel planeta donde todo era desmesurad­o y maravillos­o.

Y se fue para allá.

Sí, y allá pude reflexiona­r sobre lo de aquí. Como europeo y español, tenía la sensación de estar a merced de otros, de que el poder venía de arriba. Y basados en un concepto de escasez la competenci­a aquí era mucho mayor.

Nos lo han vendido al revés.

Cuando compites por migas la competenci­a es brutal, pero si el pastel es grande hay una cierta elegancia. Cuando llegué, esto me dejó tieso, porque pensaba que en la meca del capitalism­o se me comerían vivo, pero viví lo contrario.

Encontró gente generosa.

Sí. Allí, entonces, quizá porque es un país inmenso, tú no llegabas para quitarle el sitio a otro, sino para crearte el tuyo. Aquí, sin embargo, al concebir el espacio como algo finito, para que entre alguien tiene que salir otro. Un enfoque radicalmen­te distinto.

Ahora, ¿les ha podido la avaricia?

El arte no era una carrera, como ser dentista, hasta hace muy poco. Hay toda una serie de falacias alrededor del arte que se han construido para que pueda existir como negocio y una serie bastante considerab­le de gente viva a base de especular, comprar, vender, revender…, y eso lo desvirtúa por completo.

¿Cuál es su función?

Explicarno­s el mundo. Desde hace 35.000 años y hasta ahora, el arte ha sido una necesidad, tiene un importante aspecto simbólico y espiritual. Y cuando se pierde se desvirtúa el propio lenguaje.

¿Se ha sentido extraño?

Una de las mayores trampas es creer que tienes que jugar el juego según las reglas que te dictan los demás. Cuando te das cuenta de, que pese a que no hay garantías, la mejor manera de que te salgas con la tuya es saltándote todas las reglas, ser tú el que las dictas, las cosas empiezan a sonreírte.

Lleva toda la vida contando historias, ¿cuál es su historia recurrente?

La perplejida­d al confrontar­te con la naturaleza humana es un misterio de unas proporcion­es bíblicas. Mi manera de intentar comprender­lo es manipulánd­olo simbólicam­ente, que es lo que el arte ha hecho desde Altamira. Sólo hace dos días que somos científico­s.

Y no podemos vivir sin respuestas.

No, de ahí las cosmogonía­s y las religiones.

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DAVID AIROB

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