La Vanguardia

El jurado

- ARTURO SAN AGUSTÍN

Montones de sábanas, trabajador­as y monjas dando órdenes. La visión de una gran fotografía antigua, en blanco y negro, que decora una de las paredes del Café Modernista 1902, ubicado en el recinto del antiguo hospital de Sant Pau, me interrumpe el café. La enorme sala que aparece en la fotografía tal vez correspond­e a la lavandería del viejo centro hospitalar­io que, como casi toda la arquitectu­ra modernista, me entristece. Siempre que me asomo al restaurado recinto del viejo hospital de Sant Pau, que hoy forma parte de las rutas turísticas de Barcelona, recuerdo una tarde de domingo gris y un pabellón donde estaba ingresado un familiar. Lector entonces de La montaña mágica, aquel recinto hospitalar­io modernista se me antojó, pues, tan literario como deprimente. No recuerdo el santo que daba nombre a aquel pabellón. Y hablo de santo porque los pabellones para mujeres llevaban nombres de santas y vírgenes.

Estaba, pues, el pasado sábado mirando la vieja fotografía de las sábanas, las trabajador­as y las monjas, cuando afortunada­mente llegó Patrici Tixis y me metió en los prolegómen­os del premio Planeta. Que esta editorial elija como prólogo de su acto más celebrado y mediático una sala del recinto del viejo hospital de Sant Pau tiene su interés literario. Por lo menos para mí. Porque las cenas son otra cosa. En las cenas organizada­s por las editoriale­s sólo disfrutan los autores que ya saben previament­e que han ganado. El resto de comensales, no me refiero a los políticos, suelen dedicarse a disimular la envidia, a intentar colocar su nueva novela, a echarse una novia editora y algunos incluso se atreven a llegar cuando todos están ya en el segundo plato y han comido demasiado pan para intentar distraer su aburrimien­to. Esta argucia, la de llegar tarde para ser vistos, es la que suelen utilizar algunos contertuli­os de las television­es. Llegan tarde y a veces, si tienen éxito, logran convertir la excesiva mesa redonda en la sucursal de la tertulia televisiva en la que vociferan y gesticulan para que no se descubra que casi nunca dicen nada.

O sea, que a mí, del premio Planeta, lo que más me entretiene es observar a algunos miembros de su jurado. Entre ellos, mi favorito es Pere Gimferrer, que siempre está en otra parte. Este hombre nació para ser poema, pero, a veces, tiene que aparentar que es escalopa de ternera, porque ese es su plato favorito; plato de niño, según los italianos. En la experta mirada de Carmen Posadas cada vez hay más veleros orientales y capítulos con ruleta de aquel Macao portugués, que siempre fue más literario que el mejor Hong Kong. En Luis Alberto Blecua, menudo, atento y cervantino, se intuye la literatura. En Juan Eslava se descubre el verdadero Guadalquiv­ir, algún templario y aquellos pasteles de carne de ahorcado, de los que hablaba Quevedo. En Fernando Delgado se adivina una bondad y tristeza canaria. Y al editor Emili Rosales yo siempre lo veo como un hombre que huye. Pero hasta yo me equivoco.

El ganador del Planeta de este año, Javier Sierra, me recuerda a un monaguillo aragonés imaginado por Ramón J. Sender. Pero Sierra, a diferencia de Paco el del Molino, nunca se ha metido en política. Y, además, no le ha hecho falta. Lo suyo, eso dice, es el misterio. Y la palabra.

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ANDREU DALMAU / EFE Javier Sierra, ganador del último premio Planeta
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