La lentitud vírica
No hay que descartar que el éxito de Despacito, canción de resonancias panameñas y portorriqueñas, imite la lógica de la guerra bacteriológica. Si está comprobado que obligar a presos torturados a escuchar determinadas canciones estridentes les reblandece la voluntad y cortocircuita sus mecanismos de la dignidad, es posible que
Despacito haya evolucionado esta técnica y, a través del espejismo del placer, no sólo sea una canción sino un arma de alienación masiva. En el ámbito doméstico resulta absurdo resistirse. No discutáis con los que la defienden porque les da “buen rollo” o porque, al fin y al cabo, la vida es corta y en ningún sitio está escrito que tengamos que someternos a un infierno de muermos dodecafónicos. Tampoco os resistáis si una cuñada disoluta (de uñas de los pies alarmantemente pintadas) o una hija adolescente en pleno colapso hormonal reggaetónico (embutida en unos shorts de código penal) os obliga a bailarla o, peor aún, a cantarla mientras conducís.
La objeción de conciencia, aunque se argumente subrayando el valor antropológico y cultural de principios melódicos respetables, os hará parecer condescendientes, esnobs y, en general, algo idiotas. Es uno de los efectos secundarios de la canción: crear un espacio mental, sensual y espiritual de falsa comunión, tan accesible que todo el mundo pueda participar de él con el mismo entusiasmo, ciñéndose a la narcótica literalidad de una letra sensual y vitalista que, si se escucha al revés, seguro que contiene satánicos mensajes y encriptados alijos de feromonas. El chantaje del éxito y de la totalitaria democracia del me gusta/no me gusta os obligará a tomar partido aunque, con astucia preventiva, os hayáis mantenido al margen de la intimidación proselitista de sus apóstoles. Los peores son los que afirman que Despacito les parece infame pero que “precisamente por eso les gusta”. Y puestos a blasfemar con toda la boca llena de dientes, la comparan con la extraordinaria y sincopada Macarena (recuerdo imborrable: Quim Monzó me invita a un bar de la calle Pau Claris, desgraciadamente efímero, regentado por una mulata cubana que nos va sirviendo caipirinhas a discreción mientras, para pánico de los vecinos, suena la versión unplugged de La Macarena )o con cualquiera de los grandes éxitos del autoparódico y estajanovista Georgie Dann. Así pues, contribuid a la expansión vírica de la canción, comentadla, bailadla, tarareadla, convertidla en chicle o croqueta fácilmente masticable y, como decía Salvat-Papasseit, “escopiu a la closca pelada dels cretins” que intenten disuadiros. Pero, en la intimidad. Cuando volváis a casa con las chancletas brasileñas (fabricadas en China) patéticamente sudadas y los bolsillos de los bermudas llenos de condones (con sabor a fresa) aún por estrenar, cuando nadie os vea y no tengáis que fingir que sois somatizadamente positivos y os encanta la estulta dictadura de la sociabilidad veraniega, tendréis que admitir que el apogeo de Despacito y de su onda expansiva confirman que el Apocalipsis está al caer.
La objeción de conciencia os hará parecer elitistas, condescendientes y, en general, un poco idiotas