Plensa invade Francia
Saint-Etienne y la abadía de Fontfroide exhiben todo el verano obras del artista
Cada vez resulta más fácil encontrarse con un trabajo de Jaume Plensa en territorio francés, como su última obra, el Bosque blanco, un diálogo entre arquitectura patrimonial y arte contemporáneo instalado en la abadía de Fontfroide, en la región del Languedoc.
Laure, Isabella, Duna, Lou y Sanna son los árboles personalizados que dejan ver el Bosque blanco, de Jaume Plensa. Esos árboles escultura, blancos, de bronce con pátina, son retratos que no pretenden ser realistas (“si los ojos están cerrados –explica Plensa– es para subrayar mejor la voz interior, el alma que habita la oscuridad de nuestro cuerpo”) y componen la Forêt blanche, título de la obra del escultor barcelonés. El conjunto forma parte, hasta septiembre, del sexto “diálogo entre arquitectura patrimonial y arte contemporáneo” de la abadía de Fontfroide, familiar también a Jordi Savall, que tiene allí una de sus residencias musicales, y uno de los diez espacios del Languedoc que acogen desde hace seis años estos “contrapuntos entre tradición y modernidad”.
Pero Plensa, como un dios laico, está en todas partes, aunque su discreción personal sea inversamente proporcional a la invasiva presencia de sus obras, incorporadas al paisaje urbano francés en ciudades como Antibes, Burdeos o Niza.
Así, mientras en la librería Lelong, junto a la galería parisina del mismo nombre –que lo representa también en Nueva York–, era presentado un catálogo suyo, casi simultáneamente, en la Escuela Superior de Bellas Artes de París, de la que fue profesor, Dom Ruinart, la otra gran casa de champán heredera de un monje, la misma que en el siglo XIX encargaba sus carteles al checo Alfons Mucha, presentaba un espectacular personaje Plensa.
La pieza, imponente, representa a un hombre, sentado y en meditación, cuyo cuerpo se compone de letras y caracteres de acero tiradas de ocho alfabetos: árabe, latín, griego, hindi, hebreo, chino, japonés y ruso.
Dom Ruinart, que en los últimos once años, al ritmo de ferias como Basel o Hong Kong, encargó distintas obras a Maarten Baas, India Mahdaví o Erwin Olaf, rendía en este caso “homenaje a Thierry Ruinart (1657-1709), el monje benedictino autor de obras sobre la historia del arte o la inteligencia y transmisión de las santas escrituras”.
Plensa, en un vernissage que tendía más a la ebriedad del cuerpo que a la del alma, explicó que su trabajo profundizaba “en la condición biológica del lenguaje porque, para mí, las letras forman células que permiten ensamblar palabras”.
Pocos días después el marco era más austero: el artista ocupaba, con dibujos y esculturas inéditos, la sala central del museo de arte moderno y contemporáneo de Saint-Etienne.
Según Lóránd Hegyi, historiador del arte y comisario de la exposición, las esculturas, “especialmente creadas para este espacio, sintetizan la producción del artista en los últimos tres a cuatro años, al mismo tiempo que desvelan discretamente su nueva orientación estética”.
¿La tendencia? “Creo que Plensa se dirige hacia una práctica escultórica más íntima, sutil y poética, que multiplica las posibles interpretaciones”. La gran transformación, de acuerdo con Hegyi, es visible en la muestra de Saint-Etienne. “Radica en que sin renunciar a ese cuestionamiento constante de la obra en marcha, en la práctica, y durante los últimos años, lo que parece imponerse es la carga emocional de sus creaciones”.
Caballero de las Artes desde 1993, Premio Velázquez dos décadas más tarde, Plensa, que también firmó escenografías para la Opera Bastille y para Garnier, forma parte del panorama artístico de Francia desde hace más de un cuarto de siglo.
Pero lo mismo podrían decir en Inglaterra, Berlín, Bruselas o Chicago. Lo paradójico es que de la misma manera en que el individuo Plensa se adapta fácilmente a distintos medios, sus personajes espectaculares son rápidamente adoptados por el paisaje en el que se insertan. Hasta el punto de haber suscitado el gesto de mecenas, para donarlos a la ciudad que amenaza mono cuando termina su exposición y provocó incluso el mecenazgo colectivo en Burdeos y Niza, en ambos casos para conservar una obra suya en espacio céntrico.