El Castán y la desmemoria
El guasón de Javier Pradera, en un artículo sobre don José Castán Tobeñas, contaba que los notarios y los registradores destetaban a sus niños con el Castán con la esperanza de que siguieran sus pasos.
Los manuales de Derecho Civil español, común y foral, que eso era el Castán (obra jurídica, didáctica y sencilla, con excelente sistemática, harina de otro costal) han sido utilizados durante décadas no sólo por los alumnos de las Facultades de Derecho para aprobar los exámenes, sino también por los opositores a los grandes cuerpos del Estado, notarios y registradores, para preparar los temarios. La oposición a Notarías colegía, sobados y subrayados, 130 temas de Civil. El Castán, que era ecléctico y cambió la enseñanza del Derecho Civil, desmenuzaba las diferentes posiciones doctrinales y se decantaba por una posición intermedia.
El Castán en civil, como el Garrigues en mercantil, cumplirán dentro de poco un siglo como auténticos clásicos para todo jurista. Ya no se escriben tratados así, que trascienden lo estrictamente jurídico para convertirse en verdaderas joyas literarias. Y si no, que se lo digan a Miguel Delibes, que siempre dijo que su afición por la literatura comenzó con la lectura de un curso de derecho mercantil.
La zigzagueante biografía de este ilustrado aragonés, marcada por turbulencias políticas tan nuestras, le llevó de estar sometido a un tribunal militar y ser objeto de dos expedientes de depuración como magistrado y catedrático durante la Segunda República (de lo que salió indemne) a presidir el Tribunal Supremo durante la dictadura. Su cultura jurídica sobrevoló por encima de los cambios políticos y sirvió al régimen, tras haber colaborado con las instituciones de la democracia. De magistrado republicano a juez estrella del franquismo, como le etiquetó Pradera.
Y como no hay dos sin tres, el Ayuntamiento de Valencia, en su “resignificación” (atención al nuevo léxico) de las calles de la ciudad, a cuenta de la Memoria Histórica, plantea la póstuma exclusión de este maestro del Derecho, cambiando el nombre de la calle –ubicada en el extrarradio– de la ciudad donde fue catedrático de la universidad y decano de la Facultad de Derecho, poco después de la proclamación de la República. En cualquier caso, la eliminación tendría el efecto de estigmatizar como represor a quien colaboró con el Régimen, al margen de su escarpada y brillante trayectoria. Esta complejidad parece ser una consideración de menor cuantía para quienes han tomado la decisión sin tener en consideración que en la dictadura había un notable nivel jurídico, como atestiguan las leyes de Procedimiento, de Régimen Jurídico y de Patrimonio.
Y por si no bastase con las credenciales académicas, don José Castán fue presidente de la Junta Central del Censo, presidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, académico de Ciencias Morales y director de la Revista Legislación y Jurisprudencia. Como se puede apreciar, un político “peligroso” cuya vida estuvo marcada por el encuentro en la Residencia de Estudiantes con personajes como Federico García Lorca y Salvador Dalí.
En tiempos como este, de fatigosa instrucción de sumarios que inculpan a políticos corruptos, financieros sin escrúpulos, asesinos terroristas, responsables de la guerra sucia, narcotraficantes internacionales o dictadores refugiados en el exilio, hay que aclarar, en honor a la justicia, que este jurista español de talla internacional fue una figura fundamental en el derecho civil en lengua castellana.
Pero siendo esto mérito suficiente para seguir manteniendo el tipo en la capital del Turia, su sencillez, bondad, talante liberal, tolerancia, humanidad, carisma y sabiduría, le harían acreedor a un upgrading (rotonda, avenida o ronda) como corresponde a un hombre que alcanzó un excepcional prestigio fuera y dentro de España. Y si insisten en quitarle una calle, rezonga un irritado, que dediquen una al “opositor desconocido”, caído en batalla.
Otro más disgustado propone que, si le quitan la calle, se la pongan a un secretario del tribunal de oposiciones a Notarías que, airado ante la citación incorrecta por parte de un opositor, de una sentencia del Tribunal Supremo sobre el testamento ológrafo, le reprendió de esta manera: “En Castán viene mal, pero en mi libro (el del secretario) viene bien”. ¿Hay algo más genuinamente español que este sucedáneo de apuntes, clonado en beneficio propio para redondear la nómina, y la posterior reprimenda al opositor por no habérselos comprado?
Tampoco debe sorprender el activismo municipal a quienes están sulfurados con los cambios de nombres en las calles. Si recuperamos la máxima de que la historia la escriben los vencedores, y con exceso de celo, donde no se supo hacer sitio a exiliados y republicanos en el pasado, difícilmente se va a aceptar mantener nombres simpatizantes con el régimen. Lo cual no hace más que igualar a unos con otros. La tiranía de la igualdad. Superar el conflicto, el prejuicio y la oportunidad de abuso en lo civil, a cuenta de partidismo en lo político, nunca ha sido etiqueta nacional.
Un joven jurista mediterráneo e inconformista refina el malestar: “Quitarle la calle a Castán polariza un debate complejo y desconoce el valor que tiene su ideario en la sociedad actual. Sus aportaciones a la doctrina jurídica se han transmitido de padres a hijos, y seguirá siendo así, pues le debemos teorías tan necesarias en nuestra cotidianidad como el abuso del derecho, el respeto por la libertad de otro y el pensamiento cívico. Es desconocer que esa época no se explica –ni se entiende– con una división de buenos y malos, porque esa calle no tiene que ver con su participación en la represión franquista, ni por enrique- cerse con la dictadura, ni por su valor en la batalla del Ebro. El delito de Castán fue ocupar la presidencia de la más alta magistratura civil durante la posguerra, un órgano del que ya formaba parte en las postrimerías de la República, y un puesto para el que no había jurista español más adecuado. Nos quieren forzar a olvidar a personas que, con sus aciertos y errores, pusieron su inteligencia al servicio del conocimiento universal, coadyuvando al fortalecimiento de lo que un día sería el Estado de derecho democrático español”.
En aquellas retretas universitarias de café y centramina, el Castán era un hueso de cuidado, que detestábamos y respetábamos sin solución de continuidad. Y el acatamiento tenía que ver con la veneración hacia la verdad que destilaban las enseñanzas de aquellos volúmenes. Lo que no podíamos imaginar es que, medio siglo después, un titiritero de la frivolidad con sandalia de rejilla iba a purgar al gran maestro.
Ya no se escriben tratados así, que trascienden lo jurídico para convertirse en joyas literarias