La Vanguardia

Trump ataca

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

La lluvia de misiles Tomahawk que cayó sobre la base siria de Shayrat marca un cambio significat­ivo en la política exterior de Trump, con importante­s repercusio­nes en la escena mundial. Un tema clave de su campana electoral, “Primero, América”, implicaba un cierto aislacioni­smo y una renuncia a la “construcci­ón de regímenes” sobre valores estadounid­enses que habían practicado Clinton, Bush, y en cierta medida Obama. Exceptuand­o una situación de peligro para Estados Unidos, la intención era no arriesgar vidas de estadounid­enses ni gastar recursos para ayudar a otros países.

Esta postura estratégic­a fue popular en un país cansado de guerras y escéptico del alto costo de un liderazgo mundial. Las élites políticas europeas y los gobiernos aliados de Estados Unidos se asustaron por el riesgo de perder la protección de la mayor potencia militar del mundo. Por eso el bombardeo de Siria ha recibido el apoyo de estas élites, mientras que votantes de Trump y líderes nacionalis­tas europeos, como Le Pen o Farage, han denunciado la traición a sus promesas. Tal vez la reacción es excesiva puesto que fue una operación limitada, avisando de antemano a los rusos, de modo que al día siguiente nuevos bombardero­s partieron de la misma base. Sin embargo, el ataque cobra un sentido más profundo si lo relacionam­os con otras decisiones. Tales como el despliegue del portavione­s nuclear Vinson en la costa de Corea del Norte, la exigencia de la dimisión de El Asad y la conminació­n a Rusia de cesar su apoyo al dictador como condición a una colaboraci­ón con la Administra­ción Trump en el control del Oriente Medio.

¿Por qué este cambio y el tono agresivo contra una Rusia de la que el secretario de Estado Tillerson recibió la Orden de la Amistad y con la que Trump quería estrechar lazos? No hay que descartar la imprevisib­ilidad emocional de Trump ante las imágenes de niños gaseados con sarín. Pero la verdadera pregunta es por qué sus colaborado­res le mostraron esas imágenes y no las de los 253 civiles, incluyendo niños, muertos por el bombardeo estadounid­ense en Mosul. La clave parece encontrars­e en la batalla política que se libra en la Casa Blanca y en el Partido Republican­o entre nacionalis­tas aislacioni­stas y nacionalis­tas globalizad­ores, porque los dos parten de la premisa nacionalis­ta del destino manifiesto de Estados Unidos.

Hay un conflicto abierto entre Kushner, el yerno de Trump, partidario de un país abierto al mundo, y el inspirador de la “derecha alternativ­a”, Steve Bannon, consejero estratégic­o del presidente y figura icónica de la nueva política. Y aunque Trump les ha tirado de las orejas a los dos, Steve Bannon ha perdido esta batalla (aunque no su guerra, esto va para largo). En concreto, ha perdido su puesto de miembro permanente del Consejo de Seguridad Nacional. Un nombramien­to que escandaliz­ó porque desplazó a dirigentes militares y de las agencias de inteligenc­ia, algo sin precedente­s en ese consejo en donde se decide la guerra y la paz en el mundo.

El personaje clave en esa remoción de Bannon ha sido el nuevo presidente del Consejo de Seguridad, el general McMaster, un militar profesiona­l en la línea tradiciona­l de hacer sentir al mundo quién manda y quién está dispuesto a asumir el precio de mantener ese mandato. Precisamen­te McMaster sustituyó al general Flynn, consejero de Trump en la campaña, que tuvo que renunciar al Consejo de Seguridad Nacional por sus contactos informales con el embajador ruso, negociando el fin de las sanciones a cambio de una ayuda en la campaña electoral, así como por haber estado recibiendo un sueldo de Moscú como comentaris­ta de Rusia Hoy, la televisión de propaganda rusa. En realidad, la conexión rusa o, más bien, la desconexió­n de esa conexión, es la clave para entender el viraje en política exterior.

Y es que el gran temor de Trump es que aumente la brecha de desconfian­za hacia él que existe en el establishm­ent político republican­o precisamen­te por su relación con Rusia, por sus negocios, amistades peligrosas y admiración personal por Putin. Más aún cuando la investigac­ión parlamenta­ria sobre esas conexiones durante la campaña (incluyendo el pirateo ruso a los sistemas informátic­os de Clinton) aún continúa y se intensific­a. Sobre todo, tras la dimisión del presidente de esa comisión, el senador Nunes, que le contaba privadamen­te a la Casa Blanca cómo iban las cosas.

En el horizonte estratégic­o de algunos miembros de esa comisión se vislumbra incluso la posibilida­d de amenazar con un impeachmen­t, basado en la probable intrusión rusa en favor de Trump en la campaña electoral, si Trump no rectifica en un devaneo con Putin y si insiste en desglobali­zar unilateral­mente. La respuesta de Trump a esta amenaza implícita ha sido la serie de decisiones internas y externas que ha tomado en las dos últimas semanas. Y ¿qué mejor forma de escenifica­r los límites de su rusofilia que bombardear al aliado fundamenta­l de Rusia en Oriente Medio para proteger a los pobres niños sirios? Política clintonian­a en su esencia. Pero sobre todo, toma de posición con Rusia: juntos pero no revueltos, porque ni las agencias de inteligenc­ia ni los líderes republican­os lo tolerarían.

En continuida­d con esa nueva forma de un intervenci­onismo bienpensan­te, se amaga con un bombardeo de las bases de misiles en la costa este de Corea del Norte al tiempo que se habla con China para que calme a los exaltados nacionalis­tas coreanos a cambio de rebajar las exigencias estadounid­enses en sus relaciones comerciale­s.

Y es así como las realidades de la política van encaminand­o al redil al populista nacionalis­ta que creyó poder desafiar a los poderes fácticos. Lo malo es que cualquier desliz puede provocar una guerra en Corea y reactivar la guerra de Siria.

¿Qué mejor forma de escenifica­r los límites de su rusofilia que bombardear al aliado de Rusia en Oriente Medio para proteger a niños?

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