Un castillo de cartas
Olvidamos que las cosas son como son sobre todo por causalidad, pero podrían ser perfectamente de otro modo
Un viaje me ha llevado a releer El Danubio, de Claudio Magris (Anagrama). Su autor describió esta obra como una novela sumergida que hablaba a la vez de una civilización y del ojo que la contempla. La civilización contemplada era la de Europa Central. La mirada, la de un germanista, el propio Magris, que años antes había publicado un trabajo muy celebrado sobre el mito literario de los Habsburgo y que, en este libro, viajaba en el espacio y en el tiempo, siguiendo el curso del río que aparece en el título, por las tierras que aquel mito había pretendido unificar, unas tierras que, en el mundo bipolar surgido de la Conferencia de Yalta, habían pasado a orbitar en torno a centros diversos. 1986, el año en que se publicó El Danubio, se escribió mucho sobre Mitteleuropa. Garton Ash lo recordaba precisamente entonces en un artículo que fue muy citado y traducido. El artículo empezaba afirmando que Europa Central volvía a ser noticia y planteaba un debate sobre este concepto a partir del análisis de algunos ensayos de intelectuales disidentes de los regímenes comunistas como Václav Havel, Adam Michnik y Giörgy Konrád.
Con aquella armonía preestablecida que suele sincronizar las políticas de la cultura, la exposición Vienne 1880-1938, la apocalypse joyeuse, que, durante aquel año, se pudo ver en el Centro Pompidou de París, contribuyó a amplificar este debate mostrando la riqueza de la cultura vienesa de la finis Austriae, con la pintura de Klimt, Schiele y Kokoschka, la arquitectura de Otto Wagner y Loos, la música de Schönberg, los artículos de Kraus, las obras de Musil, Zweig y Roth y las teorías de Freud. El comisario de la exposición, Jean Clair, citaba en el catálogo a Milan Kundera: “El destino de Europa Central aparece como la anticipación del destino europeo en general y su cultura adquiere, de golpe, una enorme actualidad”. Leída en 2017, esta cita suena muy diferente que en 1986, cuando faltaban tres años para la caída del Muro y Havel, Michnik, Konrád, Kundera y compañía no podían ni soñar que los regímenes de los que disentían colapsarían y caerían, en el apocalipsis de otro mundo, como un castillo de cartas.
En El Danubio tampoco se entrevé la posibilidad efectiva de este colapso. Magris viaja por las ruinas de derrumbamientos anteriores. Como el del Imperio que quería simbolizar el lugar de encuentro de naciones y culturas diferentes y que desapareció inesperadamente en un plis-plas. O el de aquella Viena que, en la época de entreguerras, se convirtió en el teatro de un mundo sobre cuyo escenario, como dice el autor a propósito de las viviendas obreras de KarlMarx-Hof, se derrumbaron, como alegorías barrocas, muchas certezas ideológicas y grandes esperanzas revolucionarias. En el capítulo que dedica al Café Central de Viena, Magris acaba diciendo que el maniquí de Peter Altenberg que se sienta en una de sus mesas sugiere que las cosas son como son también o sobre todo por causalidad pero que podrían ser perfectamente de otro modo. Entre las lecciones que suele ofrecer la Historia, esta es una de las más desatendidas.