Un despliegue propagandístico
Son las 7 h y en la calle Muntaner centenares de motos mal aparcadas siguen ocupando de manera ilegal kilómetros de acera impunemente expropiados al peatón. Me impongo una actitud positiva y salmodio las palabras de la alcaldesa Ada Colau, que ha invitado a los barceloneses a vivir esta jornada con buen humor y sin irritarse. Por si acaso, antes de salir me he preparado un cóctel antidepresivo a prueba de muermos: una taza de aguardiente balcánico mezclada con una píldora de fluoxetina ratio. En la esquina de Madrazo, el tráfico está cortado para liberar el espacio que dentro de unas horas se cederá a una escuela para realizar actividades alegremente socialdemócratas.
Un taxi me lleva hasta la plaza Urquinaona, que centraliza la simbología de una interrupción del tráfico que consagra el día Sin Coches como primera performance de la fiesta mayor. Impacientes, los periodistas y cronistas esperamos a que se abra la veda. Los policías municipales comentan los mapas e intercambian monosílabos a través de unos walkie-talkies como los de Stranger things. Resulta admirable que puedan trabajar con tantas cosas colgadas del cinturón: sólo les faltan dos secallones. Un grupo de informadores de calle con chalecos fluorescentes toma posiciones. En la calle Fontanella, los camiones y las furgonetas se apresuran a descargar antes de que sea imposible. “Hoy sólo podremos hacer un reparto”, lamenta un autónomo. Es el día europeo Sin Coches y, en la práctica, es el día de la Carretilla. Nunca había visto tantas, moviendo cajas, barriles de cerveza y otros bultos.
Para completar la estampa de movilidad diversa, un africano cruza Laietana empujando un carrito de súper de diseño postapocalíptico. Para evitar que los autobuses articulados sufran en el momento de girar, un supervisor de TMB calcula la distancia para situar la valla metálica disuasiva, que en otros barrios prohíbe incluso el carril bici. “Más o menos”, le grita el supervisor a un agente con entrañable rigor indígena. Hace rato que el tráfico debería estar cortado, pero aún quedan por señalizar los carriles. El camión que descarga los conos y las piezas de plástico que simulan la mediana ha aparcado delante del parking Urquinaona y provoca la mirada resignada de un conductor. Son ajustes de última hora de una operación que necesita de la paciencia y la buena fe de la gente y de un credo basado en repetir que otro uso del espacio público es posible. Los coches particulares pueden bajar por Laietana, pero no subir. “Faran el que vulguin”, prevé un vendedor del mercado de Santa Caterina que no sabe si las medidas afectarán la asistencia de clientes. La normalidad, por ahora, es absoluta. Los churros de la churrería Laietana parecen tan ricos como siempre. El Bingo que nunca cierra está abierto. El autobús (V17) que me lleva hasta la Diagonal es de una lentitud exasperante.
En la calle Gran de Gràcia, la calma sólo es aparente. Los ciclistas ponen cara de haber ganado una batalla pero no la guerra y varios comerciantes se muestran resignadamente fastidiados y ni siquiera tienen fuerzas para indignarse. El antidepresivo empieza a hacer efecto. Hace unos días escuché a un charlatán experto en educación que explicaba que el futuro pasa por la gamificación. Gamificación es un neologismo anglosajón que proviene de game y que describe la necesidad de convertir la experiencia escolar en un juego. El día Sin Coches es una gamificación propagandística del espacio público que ayer obligó a hacer miles de contorsiones de agenda y de logística doméstica que hoy son descaradamente recicladas en triunfalismo político. Si es verdad que otro uso del espacio público es posible, me habría gustado que hubieran habilitado un carril para poder rodar Gran de Gràcia abajo haciendo la croqueta y gritando “¡Viva Pérez Andújar!”.
En la calle Gran de Gràcia los ciclistas ponen cara de haber ganado una batalla pero no la guerra