El Pompidou celebra con Magritte su 40.º aniversario
El Pompidou prepara los fastos de su 40.º aniversario con una muestra sobre el artista
Una pipa puede ocultar el cuadro. Y al pintor. Desde que su pintura de 1929 La traición de las imágenes, con su pipa, empezó a ser mencionada por la leyenda “esto no es una pipa”, René-François-Ghislain Magritte (18981967) aceptó confundirse con la mención. Por eso, dos autorretratos con pipa abren la exposición del Centro Pompidou, que no sólo exhibe la obra emblemática, entre una centena e incluso carteles de su etapa de publicista, sino que además bautizó La traición de las imágenes el recorrido comisariado por el filósofo Didier Ottinger.
Pero como la obra del belga sale a dos muestras por año y fue el eje incluso de una, itinerante, del MoMA de Nueva York, que duró dos años durante los cuales obras atractivas faltaron a sus colecciones, Ottinger, que además es director adjunto del Museo Nacional de Arte Moderno, tuvo que desmarcarse para conseguir los préstamos. Y para dar otro cariz a una manifestación que, como todas hoy, debe satisfacer a eruditos y al gran público. Porque la taquilla es parte importante de los recursos propios que deben paliar el adelgazamiento de la subvención oficial.
En 1979 el propio Centro consagró una magistral retrospectiva a Magritte, por entonces icono, entre otras mil cosas, del surrealismo. Ahora, cuando el Pompidou cumplirá cuarenta años y a 37 de aquel despliegue, hay que atraer multitudes con otro anzuelo. Como el MoMA decidió que la esencia de Magritte era el surrealismo, la posición de Ottinger es la opuesta: “Magritte no era tan surrealista como se dice y su relación con el movimiento fue muy compleja”. Además, “su obra tardía, desdeñada por algunos, pero que decidí convertir en eje de esta muestra, encierra un mensaje más universal que sedujo particularmente a los artistas contemporáneos”.
Magritte, cuya correspondencia editada suma ochocientas páginas, a las que habría que añadir las seiscientas, sin publicar, de sus intercambios con el poeta Paul Nougé, al parecer reflexionó sobre esta lenta transformación de las exposiciones en espectáculo popular con excusa museística.
Pero según Ottinger lo más importante es que “esa voluminosa correspondencia demuestra que Magritte empleó más tiempo en escribir que en pintar”. Y que meditó sobre la profunda diferencia entre “el filósofo, a quien su obsesión reflexiva corta de la realidad, y el artista, que por vocación trabaja con el universo sensual y se alimenta del mundo a través de lo que percibe con sus cinco sentidos”.
Como aquella pipa lo persiguió casi antes de que secara el óleo, Magritte la incorporó en los dos autorretratos de 1936 que abren la muestra: El tullido y La lámpara filosófica y el pintor que se zambulle en su pipa para denunciar el solipsismo del pensamiento filosófico que gira en torno a sí mismo.
El cuadro de 1929 se refiere –Ottinger dixit– al desprecio de la filosofía por las imágenes, desde Platón. En cualquier caso, es el eje que Ottinger escogió porque debía diferenciar esta exposición de las otras dos que ya dedicó al belga: una retrospectiva en Montreal –lo confrontaba a Robert Gober, Joseph Kosuts y otros artistas contemporáneos– y la de la bienal de São Paulo sobre los lazos de Magritte y el dadaísmo. En los tres casos, se enorgullece de contrariar, así, “la escritura un poco perezosa de la historia del arte moderno”.
De cualquier manera lo tiene fácil: Magritte ha encarnado mejor que nadie la potencia que el siglo XX concedió a la marca, la imagen, el logotipo. Como se identifica con una manzana a los Beatles y el ordenador, a él, por supuesto, con la pipa, con el sombrero hongo, con una llave, con las letras que invaden imágenes. Su imagen es reconocible en el mundo entero.
Y tiene domicilio fijo desde hace siete años en Bruselas, que le puso museo en el marco neoclásico de la place Royale. Ayer, el matutino Libération dedicaba su primera plana y tres primeras páginas a los sustitutos artificiales de la carne y el título era Esto es un bistec, dando por sobreentendido que el lector comprendería.
A los 15 años Magritte abandonó el instituto, frecuentó prostitutas, se inscribió en Bellas Artes. Pero tratará más con poetas, luego con filósofos, que con pintores. Y sus colegas murmurarán contra quien rápidamente obtiene aplauso crítico y dinero. Un Magritte que, sin embargo, “rechazaba el tópico del pintor genial y pintaba en un rincón del comedor” (que desde 1922 compartirá con Georgette Berger, su esposa), como enseña Ottinger. Además, y porque le fastidiaba el esnobismo de los surrealistas, pasará del desafío de sus 20 años –vestía como un dandi– al menos evidente de “subrayar un provincianismo belga que aparentemente ponía muy nervioso a Breton”.
NUEVO ENFOQUE “No era lo surrealista que dicen y su relación con el movimiento fue compleja”
¿ESCRITOR? “Su correspondencia demuestra que empleó más tiempo en escribir que en pintar”