Soy un catalán defectuoso
Cuando Sergi Pàmies confesó que era un “culer defectuós” porque no es “antimadridista”, pensé: –¡Mira que perderse lo mejor de la vida! ¡Un tío tan brillante!
Me miré el ombligo. Siempre pienso que soy un “perverso defectuoso” porque ni por esas le veo rentabilidad alguna al ombligo de una señora. Seguí examinándome el ombligo. –¡Soy un catalán defectuoso! Y no es por lo de botifler –¡qué cachondo me pondría que me lo llamaran en pleno acto sexual!–, sino porque siendo catalán no tengo una sola anécdota de esas que cuentan muchos catalanes sobre lo mal que le trataron en un bar de Vitigudino, en una primera comunión en Arguineguín o en las fiestas patronales de Alcaine.
Consciente de que me pierdo algo, como Pàmies, y aprovechando cuatro días en Sevilla, me di una oportunidad: bajo ningún concepto diría “soy catalán y español”. –Usted no es de aquí... Esta es la mía, pensé. Son tales las estrecheces de los tendidos en la Maestranza que uno le toma confianza al vecino y lo mismo le pregunta por sus niños como le confiesa que no le ve la gracia a la ensalada de quinoa. –No señor. Soy de Barcelona. –Gente maravillosa. ¡Va y me suelta esto! ¡Y era un señor de Jaén con pinta de notario! ¿Tanto le costaba haberme hablado mal de los Pujol y con la excusa ponernos a caldo a los catalanes?
Al salir, entré en un bar semivacío a ver la segunda parte del Barça. A mi lado se sentó una pareja. Un armario de tío. Merengue. ¡Y de Palencia!
Yo venga provocarle con mi acento, mi barcelonismo, mi indumentaria Santa Eulalia pijo catalán. Pasaban los minutos y nada. Que si el Barça ganará la Liga, que si les gustó Barcelona...
Llegué a pensar que tengo cara de botifler y los españoles, que ya lo sabían, montaban un paripé en Sevilla para privarme del gusto de sentirme un catalán ofendido y contarlo al regreso en alguna sobremesa acalorada.
Quedaba un cartucho. Y lo iba a aprovechar. Valiente como el Nardo, torero de Olot, me planté en la barra del Casablanca, un clásico del tapeo de gente bien de Sevilla. Mejor dicho, en segunda fila de la barra, de modo que obligaba a la brigada de camareros a esquivarme. ¡Cómo se mueven los camareros del Casablanca! Y daba la espalda a una mesa de matrimonios, ellos encorbatados a un lado y ellas mirando de reojo. Muy españoles. Gané la barra y pedí una caña, ensaladilla, gambitas de Huelva y un taco de tortilla con un puntito delicado de ajo.
–¿Ocho euros? ¡Qué barato! Da gusto. (Fue mi forma de insinuar que yo estaba subvencionando Andalucía).
–La ensaladilla es la tapa que ofrece la casa.
Y encima, el vecino de barra se las dio de viajado y soltó (sonriente): –Bon profit! Losantos, quillo, dime algo.
Me di una oportunidad: bajo ningún concepto diría “catalán y español” en mis cuatro días en Sevilla...