La Vanguardia

Seremos dos

- CRISTINA JOLONCH

El sábado pasado, en el restaurant­e de la gasolinera Las Palmeras de Sant Vicenç dels Horts, pocos clientes se debieron percatar de que dos hombres comían con la relativa intimidad que les proporcion­aba un sencillo biombo, en medio del comedor. Oriol Junqueras y Raül Romeva repartían su tiempo entre conversar y masticar mientras Carles Puigdemont trataba de digerir la invitación que acababa de recibir para convertirs­e en el president 130.

Ni la política ni la vida se detienen a la hora de comer. Por eso no es extraño que las primeras declaracio­nes de Mas al salir del Parlament el domingo fueran para pedir un poco de tranquilid­ad: “Estarán de acuerdo en que hoy merezco ir a cenar con mi mujer”. O que el propio Puigdemont se permitiera, el mediodía del martes, sólo unas horas antes de asistir a su propia investidur­a, acercarse con su esposa al barrio de Taialà de la ciudad que ha gobernado durante cinco años para comer en Can Roca. Si merecía un ratito de paz, eligió pasarlo disfrutand­o del arroz a la cazuela y la vedella amb bolets que borda la madre de los hermanos de El Celler, Montserrat Fontané, y apurar un heladito del Rocamboles­c antes de subirse al coche para irse a Barcelona. Lo hizo como di fuera un día cualquiera, con la misma naturalida­d con la que más de un comensal se acercó para darle las gracias, felicitarl­e o desearle suerte.

Son nuevos tiempos para la política y los dirigentes, o buena parte de ellos, ya no buscan los salones privados de algunos restaurant­es de lujo. Aunque, cuentan, el minúsculo reservado con mesa para dos del 7 Portes, tan cerquita del Parlament, sigue siendo uno de los escondites favoritos cuando no basta con ocultar lo que se habla sino con quién.

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ÀLEX GARCIA / ARCHIVO El reservado para dos del barcelonés 7 Portes
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